miércoles, 4 de noviembre de 2009

Plan maestro para la conquista del mundo

por Ezequiel Martínez Estrada

Podemos asegurar que a cierta altura del ejercicio de escribir novela, Balzac llega a la certidumbre de que la sociedad civilizada occidental obedece a las mismas leyes estructurales que los seres orgánicos. Descubre la correlación de formas y funciones, las homologías, que permite emparentar dos seres, cosas o entidades abstractas disímiles y hasta sin relación ninguna entre sí.

El hallazgo o descubrimiento data de su juventud (Luis Lambert), según declara en diversos pasajes autobiográficos de sus obras; pero sistematiza esa intuición haciendo coincidir las piezas sueltas de sus obras en un amplio mosaico filosófico (Prefacio a la Comedia Humana). Siempre anheló, sin conseguirlo, dedicarse a escribir tratados y ensayos. Como Virgilio, no alcanzó a satisfacer ese anhelo, apremiado por obligaciones circunstanciales. La obra la realiza con estadios sucesivos de madurez de esa concepción intuitiva.

Desde el mismo instante del descubrimiento de que los seres humanos y los lugares que habitan representan (como actores y escenario, literalmente) un papel en la comedia humana, Balzac debe ser visto como un creador, sin temor a las palabras: como un taumaturgo o un metagnomo. Crea, no inventa. Pues sin declararlo ni proponérselo como tarea particularizada, su visión del acontecer histórico y biográfico (son lo mismo) lleva implícita una razón secreta y trascendental: todo ocurre conforme a pautas invariables y expresa en calidad de apariencias o símbolos de una verdad velada, un sentido que no queda circunscripto y menos agotado en el hecho de existir liso y llano.

La más grande innovación de Balzac está en haber hecho de la novela al mismo tiempo una obra literaria, ni más ni menos como se la define en su género, y una obra filosófica, sin que sus obras sean alegatos ni demostraciones. Pues lo cierto es que la novela de Balzac, como la poesía de Rimbaud, no puede ser leída por pasatiempo, por información o por curiosidad. Independientemente de que con insistencia sus digresiones nos adviertan que lo que narra forma parte de un todo mayor y de que hay abismos a los costados y cielo arriba, sentimos que por nuestra cuenta necesitamos razonar sobre lo que hemos leído.

Escribir, sencillamente, para comunicar algo que se desea expresar, es un movimiento primario de intercambio de impresiones, es tarea al alcance de cualquiera. Eso permite al novel engreído creer que alcanza las cumbres de la literatura, porque ese es uno de los valores diferenciales del alto estilo. Mas existe el problema de escribir como resultado de que se ha concebido, engendrado y parido algo cuyo padre es el mundo; servir de matriz, cumplir los deberes de la maternidad (cfr. Prefacio) para los seres que rondan en las tinieblas en busca de un evocador, de un médium, "en busca de un autor".

De Sanctis dice que, aparte todas sus inconmensurables excelencias, uno de los méritos de Dante sobre los poetas de su época fue que puso en sus canciones la doctrina escondida bajo la figura de alegoría. Es lo que dice Balzac, en otros términos y aplicada la crítica a sí mismo, en La prima Bette.

Esta audaz innovación compete también a la técnica de la novela, y bien claramente lo ha expuesto Balzac en el Prefacio, de donde se puede extraer el mejor material de crítica, exégesis y encomio, estableciendo en qué su novela es una creación a pesar de partir del antecedente de las de Walter Scott.

Naturalmente, después de iniciar Balzac "un tipo de novela" que es la que hoy se cultiva, desaparece su entonces colosal estatura junto a los otros; y sus creaciones hasta pueden pasar a enriquecer la labor creadora de varios grandes novelistas que han hecho suyas una u otra de las propiedades del nuevo mundo descubierto por él, pasando todas ellas a engrosar el dominio público de la cultura. Para Balzac crear era dar vida. Su observación de que hay autores "vivíparos" y otros que no lo son, es profundísima; y, efectivamente, ningún autor, ni Homero, ni Shakespeare, ni Dickens, ha transmitido a sus creaciones el soplo de vida que es, desde el Génesis, el de la verdadera creación. Henry James ha establecido bien neta la diferencia entre un creador de la talla de Balzac y la creación parcial, esporádica, sujeta a los caprichos de las Musas; entre cuando la obra nace viva y completa y cuando se va organizando por agregados y recomposturas. Es el juicio de un especialista muy fino: "La mayoría de nosotros aspira a llegar, en el mejor de los casos, a hacer un poco aquí y un poco allí, escogiendo un tallo o una ramita suelta, carpiendo la tierra en un solo rincón de la vida. El plan de Balzac era sencillamente hacer todo lo que podía ser hecho".

EL MUNDO COMO VOLUNTAD La creación está consagrada por un signo de elección y es común al artista y al hombre de empresa. Así consideró Napoleón, en Santa Elena, su misión y su obra. En muchas ocasiones Balzac ha declarado que se sentía dotado de un poder que le exigía expresarse, realizarse, adquirir un ser. En el Prólogo a la Segunda Decena de los Cuentos droláticos anuncia que tiene unos sesenta asuntos y muchas personas "llenos de cosas cómicas desvergonzadas, bromistas, picarescas, burlonas, retozonas, reidoras, unidos a las dos decenas ya presentados..." Esa fuerza creadora que siente en sí, emparentada con la fuerza genesíaca, es lo mejor y más valioso de su genio. Lo expresa por él Luis Lambert: "Soy fuerte, enérgico, y podría convertirme en una potencia; siento en mí una vida tan luminosa que podría animar a un mundo, y estoy encerrado en una especie de mineral, como están encerrados los colores que usted admira en el cuello de los pájaros de la península índica".

Si se evalúa con espíritu de justicia la totalidad de la producción literaria de Balzac, se percibe que lo que se entiende corrientemente al respecto por la palabra "creación" puede aplicarse tanto al conjunto de los estudios como individualmente a cada uno de ellos. A nadie se le había ocurrido articular las otras entre sí, enhebrándolas por hilos de distinta índole, dotándolas de unidad de acción por el elenco de los actores; convertir la producción de toda una vida en un vasto mosaico donde cada pieza, manteniendo su absoluta individualidad fuera a la vez parte o fracción de un todo. Lo que no se ha dicho es que tal clase de composición estaba en la mente de los Trágicos Griegos, con la tetralogía, y que se resucita, contemporáneamente con Balzac para la obra literaria, con Wagner para el drama musical. Goethe, Byron y él tienen, por primera vez en el mundo moderno, conciencia de los poderes mágicos que animan la creación entera; ellos nos han demostrado por los métodos exactos de la semántica de las imágenes (los ídolos), que las imágenes son las esencias. El apotegma kantiano con que Schopenhauer inicia su obra magna: "El mundo es mi representación" (que luego complementa con otro: "el mundo es mi voluntad"), podría servir de epígrafe a La comedia humana.

Balzac creaba un mundo con la materia simbólica de la literatura, y ese mundo se ha reconocido era simétrico y duplicado del mundo real humano. Pero no creaba con símbolos abstractos, como las imágenes del físico y del matemático, que corresponden a las imágenes-cosas, sino con figuras vivientes, con estructuras de formas y contenidos semejantes a las naturales. Creaba como un demiurgo, manejando imaginativamente las mismas fuerzas naturales con que la naturaleza crea dando vida, y esta labor "a imagen y semejanza" es para cualquier arte grande de carácter trascendental. Es poco decir, con Wilde, que la naturaleza imita al arte; hay que decir, como lo dice Balzac, que nada puede ser creado por el hombre que no responda a las leyes universales de la naturaleza creadora, la naturaleza naturante de Spinoza, de donde dos series paralelas de existencia que se confunden en el absoluto de la unidad de plan, como quería Schelling. Si el hombre de ciencia y el artista sienten que es un deber imperativo, extrahumano, el entregarse como instrumentos fáciles a una clase de experimentación a la que en cierto modo permanecen extraños, es porque en ellos se está realizando, efectivamente, una creación de la que se creen autores sin serlo. Son "matrices" simplemente o, como se diría en el lenguaje místico, "mediums". Ningún artista es dueño de dirigir la acción ni el destino de sus héroes. Estos nacen con los mismos derechos a su vida que los hijos de la carne. Balzac no puede manejar a sus creaciones como seres pasivos, obedientes a sus mandatos, que harán lo que él quiera. Muy al contrario, sabemos cómo estuvo toda su vida atado a la mesa de trabajo, frente a pilas de cuartillas en blanco, en una labor diaria de quince a dieciocho horas, privado del goce de las amistades y de la libertad, hasta el punto de sucumbir agotado y exhausto por lo que él ha llamado "esa forma de la maternidad", y también "esta espantosa tarea".

PLAN ORGANIZADO Es posible que, como Balzac asegura, el plan de clasificar su obra en una serie orgánica se lo sugiriera la lectura de novelas de Walter Scott, advirtiendo que faltaba en ellas una idea central, un principio ordenador que colocara las diferentes piezas como partes integrantes de una totalidad. La propia afinidad de las obras que concebía escribir, después de los ensayos o ejercicios preparatorios de las novelas de compromiso y de obligación, anónimas o signadas con seudónimos y por lo regular en colaboración, hubo de sugerirle cómo ensamblarlas, más que basándose en un criterio cronológico y geográfico, según el tema, los intereses en juego y el aspecto común de las biografías individuales. Como habría de decir en el Prefacio, existen unidades de tipo entre las clases de vida como entre las clases de actividades profesionales; y esas agrupaciones tipológicas correspondían, en otra esfera, a las de las especies zoológicas. Si el plan de sus obras responde a la estructura de la sociedad según los intereses en juego y las psicologías, la estructura de la sociedad respondía a su vez a la de la naturaleza. En carta del 26 de octubre de 1834, dice:

"En los «estudios de costumbres» deben estar representados todos los resultados de las situaciones sociales. Quiero reproducir todas las situaciones de la vida, todas las fisonomías, caracteres masculino y femenino, todas las formas de vivir, todas las profesiones, todas las capas sociales, todas las provincias francesas, la niñez, la ancianidad, la madurez, la política, el derecho y la guerra: nada de esto puede quedar olvidado. Cuando esto ocurra, cuando se haya mostrado la historia del corazón humano hilo por hilo, cuando se haya escrito la historia social en todas sus ramas, la base, los cimientos habrán sido colocados."

No obstante, el primer plan de organización de su obra es contemporáneo de la primera que publica con su nombre: El último chuan (más tarde Los chuanes), pues al comienzo del Prefacio dice:

"Al dar a una obra, emprendida hará pronto trece años, el título de La comedia humana, es necesario decir el pensamiento, contar el origen, explicar brevemente el plan intentando hablar de esas cosas como si yo no estuviera interesado en ello".

De modo que hemos de admitir que desde la primera obra reconocida por él como propia, toda su producción se rige por un plan o, como dirá, conforme a "principios".

Habiendo seguido fielmente su proyecto, desde el bosquejo de 1834 hasta el Prefacio de 1842, en 1843 inicia la publicación de La comedia humana, con los tres primeros tomos. El plan pudo anunciarlo categóricamente en esta forma (Prefacio):

"En esos seis libros [división natural: Escenas de la vida privada; De provincia; Parisiense; Política; Militar; Campesina] están clasificados todos los Estudios de costumbres que forman la historia general de la sociedad, la colección de todos sus hechos y gestos, como habrían dicho nuestros antepasados (...).

Después de haber pintado en esos tres libros (Escenas de la vida privada, Escenas de la vida de provincia y Escenas de la vida parisina), quedaba por mostrar las existencias de excepción que resumen los intereses de muchos o de todos y que están de algún modo fuera de la vida común: de ahí las Escenas de la vida política. Esta vasta pintura de la sociedad finiquitada y concluida, ¿no era preciso que se mostrara en su estado más violento, conduciéndose fuera de sí, sea para la defensa, sea para la conquista? De ahí las Escenas de la vida militar, la porción menos completa todavía de mi obra, pero cuyo lugar se reservará en esta edición, a fin de que forme parte de ella cuando la haya terminado.

En fin, las Escenas de la vida de campaña son en cierto modo la tarde de esta larga jornada, si se me permite denominar así al drama social. En este libro se encuentran los más puros caracteres y la aplicación de los grandes principios de orden, de política, de moralidad.

Tal es el cimiento pleno de figuras, pleno de comedias y de tragedias sobre el cual se elevan los Estudios filosóficos, segunda parte de la obra, en que el medio social de todos los efectos se encuentra demostrado, en que todos los estragos del pensamiento son pintados, sentimiento a sentimiento, y en que la primera obra, La piel de zapa, vincula en cierto modo los Estudios de costumbres a los Estudios filosóficos por el anillo de una fantasía casi oriental en que la vida misma se pinta en lucha (aux prises) con el Deseo, principio de toda Pasión.

Coronándolo se encontrarán los Estudios analíticos, de los cuales nada diré, porque sólo se ha publicado uno solo, la Fisiología del matrimonio. De ahora en adelante debo entregar otras dos obras de ese género. Primero, la Patología de la vida social, después de Anatomía de los cuerpos docentes y la Monografía de la virtud".

La sistemática de esa clasificación responde a un criterio filosófico más bien que lógico. Si para él "los hechos de la vida privada revisten tanta importancia histórica como los acontecimientos de la vida pública de las naciones", pudo agrupar las obras con arreglo a características psicológicas o profesionales. Por ejemplo: un ciclo de novelas del interés pecuniario y otro de las pasiones de poderío habría reunido por afinidades intrínsecas numerosas novelas que hubo de anexar a la Vida parisiense, y a la Vida privada, a las villas y a los campos con un criterio harto arbitrario.

El criterio que sigue nos indica que para Balzac existen tipos de vida configurados por el medio, y que el ambiente implica todas las circunstancias decisivas que califican la índole de la acción. La clasificación obedece a un esquema geográfico más que funcional.

TIPOS DE NOVELA Una definición muy acertada del tipo de novela característico de Balzac, es la que sólo necesita esta palabra: fisiológica. Tanto Brunetière, como Thibaudet, Dilthey o Alain la emplean en el sentido de una organización natural, en que las partes integrantes funcionan como órganos internos. Otra forma de novela es la que se construye según el esquema de un mecanismo, con piezas que engranan entre sí, lógicamente, tal como se monta una máquina racionalmente construida; que no sólo tiene una función sino un proceso de principio y fin y que conduce a un fin concertado sin que se pueda exigir una continuación.

"En la novela fisiológica, que es la balzaciana, el acontecimiento es siempre acontecimiento, es decir, forma enlazada o adherida a otras formas y a todas" (Alain); no solamente en cuanto cada unidad independiente parece ser la continuación de otra y se cierra dejando sueltos innumerables filamentos que pueden anudarse a otras historias, sino en cuanto el argumento no necesita del tiempo y del espacio más que como caja que lo contiene. El acontecer no sigue una línea recta, un trabajo económico de aprovechar los materiales para lograr un tipo de acción que puede representarse con un diagrama; se produce desde distintos focos de interés y las acciones plurales a veces concurren sumándose, pero otras se ramifican, se abren en delta, sin que sus ramales se vuelvan a unir en un final verdadero. Algunos de ellos se prolongan de modo que es indispensable seguir su curso; y esto es lo que hace Balzac. Pues muchas continuaciones nacen de la costilla de un cuerpo, adquiriendo importancia por sí.

Hasta es posible señalar en el decurso de la producción de Balzac cierta evolución hacia las formas abiertas, radiolarias, que exigen una maestría consumada y un arte de la polifonía muy difícil. Esos dos tipos de construcción los podemos encontrar en dos representantes típicos: Poe para la construcción mecánica, deductiva y Dostoiewski para la construcción orgánica, fisiológica o balzaciana. Aunque también es cierto que Balzac se inicia con una novela de este último tipo, Los chuanes, de las más complejas que escribió, donde todo es un tumulto de acontecimientos, un hervor, como en un campo de batalla, efectivamente. Este mismo tipo de novela glandular, acaso la de menos unidad de acción, es la que le sigue: Fisiología del matrimonio, sin su nombre de autor.

Si se pudiesen emplear palabras que ayudaran a definir el concepto, se podría hablar de novelas anatómicas, articuladas, y de novelas fisiológicas, de sistema orgánico, en que la economía resulta de múltiples órganos y funciones concurrentes. En aquéllas la acción responde a un plan visible, de relieves; en ésta a una acción difusa, oculta, endocrina. Los personajes están unidos por vías profundas, diluyéndose las psicologías individuales en estados de ánimo colectivos, en una atmósfera o medio del que absorben las sustancias vitales. El grupo es la unidad. La forma característica de concebir Balzac el argumento es un cuadro donde hay diversos elementos de composición igualmente importantes: figuras, construcciones y paisaje, o como un sistema de equilibrio inestable. Alain observa bien: "nuestras novelas más difundidas aumentan partiendo de un punto central, y proliferan como familias; en tanto que los personajes balzacianos, aun los accesorios, ya existen; su esbozo es como la cubierta de una novela ya existente; los impulsa la masa del mundo".

Podemos usar también la palabra panorama; en cuanto la novela típica de Balzac no se recuerda en un suceder sino en un estar; no se nos presenta a la memoria como algo que ha transcurrido ante nuestra vista, sino como algo para ser visto simultáneamente desde distintos ángulos y que, consumado ya al comenzar, hubo de ser narrado en una de las numerosas formas de que era susceptible el hacerlo. Los personajes significan lo que las cosas en un acontecer de conjuntos, y es la acción la que tiene una forma, un sentido: no el individuo.

Sin poseer Balzac de antemano una clave de interpretación de la realidad, de simplificación y coordinación de los elementos, la obra habría sido un caos en vez de una biografía colectiva. Esto mismo encontramos de nuevo en Proust, pero no en Zola ni en Jules Romains, quienes conciben las series como desarrollos, como cristales y no como fermentos. En la novela de Balzac, como en la de Dostoiewski y Proust, presiden los principios de una "malacomorfosis" gigantesca, las leyes generales biológicas del acontecer social, pero no la ingeniería ni la arquitectura. Lo sistemático no se articula sino que se anastomosa; la idea de Proust es también fisiológica, y pertenece como intuición a una familia de clínicos y de cirujanos notables.

Para crear un sistema torácico y abdominal, redes circulatorias, digestivas o nerviosas, le era indispensable unir unas partes con otras, en series mas no por los extremos del antes y el después, sino por los flancos. Por eso dije que una novela surge de otra como de la costilla adánica. Los mismos personajes circulan por distintas novelas, y si todas juntas forman un todo, La comedia humana, esto nos indica que es el argumento y no los seres, la historia y no los individuos, la zoología social y no la psicología del único caso lo que importa. La idea de un panorama de ese tipo nació en él, según dice en el Prefacio "de una comparación entre la Humanidad y la Animalidad". La historia como tejido con personajes tipos eternos. Sean Rastignac, Biancho, Vandenesse, la Sra. Mortsauf o De Marsay, no imprimen su personalidad al hecho; están ahí porque algo acontece del tipo de lo que ya aconteció y que cada uno de ellos tipifica. En algunos casos como en César Birotteau o Beatrix, personajes ya conocidos podrían haberse omitido, pues otro cualquiera habría llenado ese papel; pero al traerlos de nuevo a la acción, Balzac nos convence de que son partículas circulantes en un sistema. Hasta puede, como en Otro estudio de mujer, La casa Nucingen o Papá Goriot, reunir a muchos de ellos como habitantes de un ámbito de destino, cuerpos de un vivir conjunto y cuyo auténtico ser no es el yo sino el nosotros. Para Balzac el plan de acción está ya organizado por la realidad social y no necesita concebir argumentos ni personajes, en cuanto el drama no está en lo interior, en la conciencia, sino en el encontrarse, en el separarse, en el metabolismo de un ser monstruoso cuyo trabajo interno no es psíquico sino digestivo.

Dentro de la caja o ambiente social, hallamos tipos de novela que se pueden establecer, independientemente de la clasificación hecha por el autor en grandes masas en, [por ejemplo]:

Novelas que demuestran una tesis: El médico rural.

Grupos de personajes afines: Casa Nucingen, Otro retrato de mujer, La prima Bette, Los chuanes.

Un plexo familiar: Papá Goriot.

Una situación sentimental: El lirio en el valle.

Un simbolismo de la realidad: La piel de zapa, Luis Lambert, Serafita, Una obra maestra desconocida.

Una novela pesadilla: César Birotteau. También: La prima Bette, El primo Pons.r

Tomado de Ezequiel Martínez Estrada. Realidad y fantasía en Balzac. Bahía Blanca, Cuadernos del Sur (Instituto de Humanidades, Universidad Nacional del Sur), 1964. Agradecemos la autorización de la Fundación Martínez Estrada.

domingo, 25 de octubre de 2009

El elogio de la locura


Erasmo de Rotterdam - Elogio de la locura



Habla la estulticia(1)

Capítulo I
Diga lo que quiera de mí el común de los mortales, pues no ignoro
cuán mal hablan de la Estulticia incluso los más estultos, soy, empero,
aquélla, y precisamente la única que tiene poder para divertir a los
dioses y a los hombres. Y de ello es prueba poderosa, y lo representa
bien, el que apenas he comparecido ante esta copiosa reunión para
dirigiros la palabra, todos los semblantes han reflejado de súbito nueva e
insólita alegría, los entrecejos se han desarrugado y habéis aplaudido con
carcajadas alegres y cordiales, por modo que, en verdad, todos los
presentes me parecéis ebrios de néctar no exento de nepente, como los
dioses homéricos, mientras antes estabais sentados con cara triste y
apurada, como recién salidos del antro de Trofonio(2).
Al modo que, cuando el bello sol naciente muestra a las tierras su
áureo rostro, o después de un áspero invierno el céfiro blando trae nueva
primavera, parece que todas las cosas adquieran diversa faz, color
distinto y les retorne la juventud, [24] así apenas he aparecido yo,
habéis mudado el gesto. Mi sola presencia ha podido conseguir, pues, lo
que apenas logran los grandes oradores con un discurso lato y meditado
que, a pesar de ello, no logra disipar el malhumor de los ánimos.



Capítulo II
En cuanto al motivo de que me presente hoy con tan raro atavío, vais
a escucharlo si no os molesta prestarme oídos, pero no los oídos con que
atendéis a los predicadores, sino los que acostumbráis a dar en el mercado
a los charlatanes, juglares y bufones, o aquellas orejas que levantaba
antaño nuestro insigne Midas para escuchar a Pan.
Me ha dado hoy por hacer un poco de sofista ante vosotros, pero no de
esos de ahora que inculcan penosas tonterías en los niños y los enseñan a
discutir con más terquedad que las mujeres. Imitaré, en cambio, a los
antiguos, que para evitar el vergonzoso dictado de sabios prefirieron ser
llamados sofistas. Se dedicaban éstos a celebrar las glorias de los dioses
y los héroes. Por ello, vais a oír también un encomio, pero no el de
Hércules ni el de Solón, sino el de mí misma, el de la Estulticia.



Capítulo III
No tengo por sabios a esos que consideran que el alabarse a sí mismo
sea la mayor de las tonterías y de las inconveniencias. Podrá ser necio si
así lo quieren, pero habrán de confesar que es también oportuno. ¿Hay cosa
que más cuadre sino que la misma Estulticia sea trompetera de sus
alabanzas y cantora de sí? ¿Quién podrá describirme mejor [25] que yo? A
no ser que por acaso me conozca alguien mejor que yo misma. Sin embargo,
me creo mucho más modesta que esta tropa de magnates y sabios que,
trastrocado el pudor, suelen sobornar a un retórico halagador o a un poeta
vanilocuo y le ponen sueldo para escucharle recitar sus alabanzas, que no
son sino mentiras. El elogiado, aun fingiendo rubor, hace la rueda y
yergue la cresta, como el pavo real, mientras el desvergonzado adulador
equipara con los dioses a aquel hombre de nada y le presenta como absoluto
ejemplar de toda virtud, aun sabiendo que dista mucho de cualquiera de
ellas, que está vistiendo a la corneja de ajenas plumas, blanqueando a un
etíope o haciendo de una mosca elefante. En resumen, me atengo a aquel
viejo proverbio del vulgo que dice que «hace bien en alabarse a sí mismo
quien no encuentra a otro que lo haga».
Sin embargo, declaro que me asombra la ingratitud o la indiferencia
de los mortales, pues aunque todos me festejen celosamente y reconozcan de
buen grado mi bondad, jamás ha habido ninguno en tantos siglos que haya
celebrado las glorias de la Estulticia en un agradable discurso, al paso
que no han faltado quienes, a costa del aceite y del sueño, hayan
importunado con relamidos elogios a los Busiris, a los Falaris, las
fiebres cuartanas, las moscas, la calvicie y otras pestes semejantes.
Vais, pues, a escuchar de mí un discurso que será tanto más sincero
cuanto es improvisado y repentino.



Capítulo IV
No querría que creyeseis que lo he compuesto para exhibición del
ingenio a la manera que lo hace la cáfila de los oradores. Pues éstos,
según ya [26] sabéis, cuando pronuncian un discurso que les ha costado
treinta años elaborar, y que más de una vez es incluso ajeno, juran que lo
han escrito, y aun que lo han dictado, en tres días, como por juego.
A mí siempre me ha sido sobremanera grato decir lo que me venga a la
boca. Que nadie espere de mí, pues, que comience con una definición de mí
misma, según es costumbre de los retóricos vulgares, y mucho menos que
formule divisiones, pues constituiría tan mal presagio el poner límites a
mi poder, que tan vasto se manifiesta, como separar las partes de aquello
en que confluye el culto de todo linaje de gentes. Y, en fin, ¿a qué
conduciría el convertirme con una definición en imagen o fantasma, cuando
me tenéis presente ante vosotros mirándome con los ojos? Según veis yo soy
verdaderamente aquella dispensadora de bienes llamada por los latinos
«Stultitia», y por los griegos, «Moria».



Capítulo V
Sin embargo, ¿qué necesidad había de decíroslo? ¡Como si no
expresasen bastante quién soy el semblante y la frente; como si alguno que
me tomase por Minerva o por la Sabiduría no pudiese desengañarse con una
sola mirada aun sin mediar la palabra, pues la cara es sincero espejo del
alma! En mí no hay lugar para el engaño, ni simulo con el rostro una cosa
cuando abrigo otra en el pecho. Soy en todas partes absolutamente igual a
mí misma, de suerte que no pueden encubrirme esos que reclaman título y
apariencias de sabios y se pasean como monas revestidas de púrpura o asnos
con piel de león. Por esmerado que sea su disfraz, [27] les asoman por
algún sitio las empinadas orejazas de Midas. ¡Ingratos son conmigo, por
Hércules, esos hombres que, aun perteneciendo en cuerpo y alma a mi tropa,
se avergüenzan tanto de nuestro nombre ante el vulgo, que llegan a
lanzarlo contra los demás como grave oprobio! Por ser estultísimos, aunque
pretendan ser tenidos por sabios y por unos Tales, ¿no merecerían con el
mejor derecho que les calificásemos de sabios-tontos(3)?.



Capítulo VI
He querido de esta manera imitar a algunos de los retóricos de
nuestro tiempo que se tienen por unos dioses en cuanto lucen dos lenguas,
como la sanguijuela, y creen ejecutar una acción preclara al intercalar en
sus discursos latinos, a modo de mosaico, algunas palabritas griegas,
aunque no vengan a cuento. Si les faltan palabras de lenguas extranjeras,
arrancan de podridos pergaminos cuatro o cinco palabras anticuadas con las
cuales derramen las tinieblas sobre el lector, de suerte que los que las
entiendan se complazcan más con ellas, y los que no, se admiren tanto más
cuanto menos se enteren. Efectivamente, mi gente se complace más en una
cosa a medida que de más lejos viene. Y si en ella los hay que sean un
poco más ambiciosos, ríanse, aplaudan y, según el ejemplo de los asnos,
muevan las orejas a fin de que parezca a los demás que lo comprenden todo.
Y basta de este asunto. Vuelvo ahora a mi tema. [28]



Capítulo VII
Ya conocéis mi nombre, varones... ¿Qué adjetivo añadiré? Ningún otro
que estultísimos, porque ¿puede llamar de modo más honroso a sus devotos
la diosa Estulticia? Como mi genealogía no es conocida de muchos, voy a
tratar de exponerla, con el favor de las musas. No fue mi padre ni el
Caos, ni el Oreo, ni Saturno, ni Júpiter, ni otro alguno de esta anticuada
y podrida familia de dioses, sino Pluto, aquel que a pesar de Hesíodo y
Homero y hasta del mismo Júpiter, es el verdadero padre de los dioses y de
los hombres. Según su antojo se agitaban y se agitan las cosas sacras y
las profanas, y a tenor de su arbitrio se rigen guerras, paces, mandatos,
consejos, juicios, comicios, matrimonios, pactos, alianzas, leyes, artes,
lo cómico, lo serio y -me falta el aliento- las cosas públicas y privadas
de los mortales. Sin su favor, toda esta turba de dioses de que hablan los
poetas, y diré más, ni los mismos dioses mayores, o no existirían en
absoluto o no podrían comer caliente en sus propios altares. Si alguien
tuviese a Pluto airado contra él, no le valdría ni el auxilio de Palas.
Por el contrario, quien le tenga propicio, puede permitirse mandar a paseo
al Sumo Júpiter y su rayo. Éste es el padre de quien me enorgullezco y
éste fue quien me engendró, no sacándome de la cabeza, como lo hizo
Júpiter con la aburrida y ceñuda Palas, sino en la ninfa Neotete, que es
la más bella y la más alegre de todas. Tampoco soy fruto de un triste
deber conyugal, como lo fue aquel herrero cojo, sino lo que es mucho más
deleitoso, «de un amor furtivo», como dice nuestro Homero. No caigáis en
el error de creer que me [29] engendró aquel Pluto aristofánico(4), que
tenía un pie en el ataúd y la vista perdida, sino un Pluto vigoroso,
embriagado por la juventud, y no sólo por la juventud, sino aún mucho más
por el néctar que gustaba beber puro y largo en el banquete de los dioses.



Capítulo VIII
Si me preguntáis también el lugar donde nací -puesto que en el día se
juzga trascendental para la nobleza el sitio donde uno dio los primeros
vagidos-, diré que no provengo de la errática Delos(5) ni del undoso mar,
ni de las profundas cavernas, sino de las mismas islas Afortunadas, donde
todo crece espontáneamente y sin labor(6). Allí no hay ni trabajo, ni
vejez, ni enfermedad, ni se ve en el campo el gamón, ni la malva, la
cebolla, el altramuz, el haba u otro estilo de bagatelas, sino que por
doquier los ojos y la nariz se deleitan con el ajo áureo, la pance, la
nepente, la mejorana, la artemisa, el loto, la rosa, la violeta y el
jacinto, cual otro jardín de Adonis.
Nací en medio de estas delicias y no amanecí llorando a la vida, sino
que sonreí amorosamente a mi madre. Así no envidio al altísimo Júpiter la
cabra que le amamantó, puesto que a mí me criaron a sus pechos dos
graciosísimas ninfas, la Ebriedad, hija de Baco, y la Ignorancia, hija de
Pan, a las [30] cuales podéis ver entre mis acompañantes y seguidores. Si
queréis conocer sus nombres, os los diré, pero, ¡por Hércules!, no sera
sino en griego.



Capítulo IX
Ésta que veis con las cejas arrogantemente erguidas es el Amor
Propio. Allí esta la Adulación, con ojos risueños y manos aplaudidoras.
Ésta que veis en duermevela y que parece soñolienta, es el Olvido, Ésta,
apoyada en los codos y cruzada de manos, se llama Pereza. Ésta, coronada
de rosas y ungida de perfumes de pies a cabeza, es la Voluptuosidad. Ésta
de ojos torpes y extraviados de un lado para otro, es la Demencia. Ésta
otra de nítido cutis y cuerpo bellamente modelado, es la Molicie. Veis
también dos dioses, mezclados con esas doncellas, de los cuales a uno
llaman Como y al otro «Sublime modorra». Con los fieles auxilios de esta
familia, todas las cosas permanecen bajo mi potestad y ejerzo autoridad
incluso sobre las autoridades.



Capítulo X
Ya habéis oído mi origen, mi educación y séquito. Ahora, para que no
parezca que uso sin motivo del título de diosa, poned las orejas derechas
para escuchar cuántos beneficios proporciono así a los dioses como a los
hombres y cuán dilatadamente campea mi numen. Pues si alguien(7) escribió
con acierto que un dios se caracteriza por ayudar a los mortales y si
merecidamente entraron en el Senado divino quienes descubrieron a los
mortales el vino, el trigo o cualquier otro beneficio, ¿por qué [31] yo,
por derecho propio, no me llamaré y seré tenida por «alfa»(8) de todos los
dioses, cuando soy más generosa que todos en cualquier especie de bienes?



Capítulo XI
Primeramente, ¿qué podrá ser más dulce y más precioso que la misma
vida? Y en el principio de ésta, ¿quién tiene más intervención que yo?
Pues ni la temida lanza de Palas ni el escudo del sublime Júpiter que mora
en las nubes, tienen parte en engendrar o propagar la especie humana.
El mismo padre de los dioses y rey de los hombres, que con un ademán
estremece a todo el Olimpo, tiene que dejar el triple rayo y deponer el
rostro de titán, con el que cuando quiere aterroriza a todos los dioses,
para encarnarse miserablemente en persona ajena, al modo de los cómicos,
si quiere hacer niños, cosa que no es rara en él.
Los estoicos se creen casi dioses; pues bien dadme uno de ellos que
sea tres, o cuatro y hasta seiscientas veces más estoico que los demás, e
incluso a éste le haré abandonar si no la barba, signo de sabiduría, común
por cierto con los machos cabríos, por lo menos el entrecejo fruncido; le
haré desarrugar la frente, dejar a un lado sus dogmas diamantinos y hasta
tontear y delirar un poquito. En suma, a mí, a mí sola, repito, tendrá que
acudir el sabio en cuanto quiera ser padre. Mas ¿por qué no os hablaré con
mayor franqueza, según es mi costumbre? Decid si son la cabeza, el pecho,
la mano, la oreja, partes del cuerpo consideradas honestas, las que
engendran a los dioses y a los hombres. Creo que no, antes bien es aquella
otra parte [32] tan estulta y ridícula, que no puede nombrarse sin
suscitar la risa, la que propaga el género humano.
Tal es el manantial sagrado de donde todas las cosas reciben la vida,
mucho más ciertamente que del «número cuartenario» de Pitágoras. Pues
decidme: ¿qué hombre ofrecería la cabeza al yugo del matrimonio si, como
suelen esos sabios, meditase los inconvenientes que le traerá esta vida?
O, ¿qué mujer permitiría el acceso de un varón si conociese o considerase
los peligrosos trabajos del parto o la molestia de la educación de los
hijos? Pues si debéis la vida a los matrimonios y el matrimonio a la
Demencia, mi acompañante, comprended cuán obligados me estáis. Además,
¿qué mujer que haya sufrido estas incomodidades una vez querría
repetirlas, si no interviniese el poder del Olvido? Ni la misma Venus,
diga lo que diga Lucrecio(9), podría esparcir su veneno, y sin el auxilio
de nuestro poder sus facultades quedarían inválidas y nulas.
De esta suerte, de nuestro juego desatinado y ridículo proceden
también los arrogantes filósofos, a quienes han sucedido en nuestro tiempo
esos a los que el vulgo llama monjes, y los purpurados reyes, y los
sacerdotes piadosos, y los pontífices tres veces santísimos, y, en fin,
toda esa turba de dioses mencionados por los poetas, tan copiosa, que
apenas cabe en el Olimpo, con ser éste espaciosísimo.



Capítulo XII
Sin embargo, poco sería el que me debieseis el principio y fuente de
la vida, si no os demostrase también que todo cuanto hay en ella de
deleitoso [33] procede asimismo de mi munificencia. ¿Qué sería, pues, esta
vida, si vida pudiese entonces llamarse, cuando quitaseis de ella el
placer? Veo que habéis aplaudido. Ya sabía yo que ninguno de vosotros era
bastante sensato(10), quiero decir bastante insensato, mas vuelvo a decir
bastante sensato, para no adherirse a mi parecer.
Aun cuando los mismos estoicos no desprecien el placer, lo disimulan
habilidosamente y lo censuran con mil injurias cuando están delante del
vulgo, sin otro objeto que poder gozar de él más generosamente cuando
hayan apartado a los demás. Díganme, si no, por Júpiter: ¿Qué día de la
vida no vendrá a ser triste, aburrido, feo, insípido, molesto, si no le
añadís el placer, es decir, el condimento de la Estulticia? De tal aserto
puede valer de testigo idóneo aquel nunca bastante loado Sófocles, de
quien se conserva un hermosísimo elogio nuestro: «La existencia más
placentera consiste en no reflexionar nada(11)».
Pero prosigamos para probar por menor esta doctrina.



Capítulo XIII
En principio, ¿quién ignora que la edad más alegre del hombre es con
mucho la primera, y que es la más grata a todos? ¿Qué tienen los niños
para que les besemos, les abracemos, les acariciemos y hasta de los
enemigos merezcan cuidados, si no es el atractivo de la estulticia que la
prudente naturaleza ha procurado proporcionarles al nacer para que con el
halago de este deleite puedan satisfacer los trabajos de los maestros y
los beneficios de sus [34] protectores? Luego, la juventud, que sucede a
esta edad, ¡cuán placentera es para todos, con cuánta solicitud la ayudan
todos, cuán afanosamente la miran y con cuánto desvelo se tiende una mano
en su auxilio! Y, pregunto yo, ¿de dónde procede este encanto de la
juventud sino de mí, a cuya virtud se debe que los que menos sensatez
tienen sean, por lo mismo, los que menos se disgusten.
Mentiré si no añado que a medida que crecen y empiezan a cobrar
prudencia por obra de la experiencia y del estudio, descaece la perfección
de la hermosura, languidece su alegría, se hiela su donaire y les
disminuye el vigor. Cuanto más se alejan de mí, menos y menos van
viviendo, hasta que llegan a la vejez molesta que no sólo lo es para los
demás, sino para sí mismos. Tanto es así que ningún mortal podría
tolerarla si yo, compadecida nuevamente de tan grandes trabajos, no les
echase una mano, y al modo como los dioses de que hablan los poetas suelen
socorrer con alguna metamorfosis a los que están apurados, así yo, cuando
les veo próximos al sepulcro, les devuelvo a la infancia dentro de la
medida de lo posible. De aquí viene que la gente suela considerar como
niños a los viejos.
Si alguien se interesa en saber el medio de que me valgo para la
transformación, no se lo ocultaré: Les llevo a las fuentes de nuestro río
Leteo, que nace en las islas Afortunadas (pues que por el infierno sólo
discurre un tenue riachuelo), para que allí, al tiempo que van trasegando
el agua del Olvido(12), se enniñezcan y se les disuelvan las
preocupaciones del alma. Se dirá que no todo queda en esto, sino que,
además, pasan a divagar y bobear. Concedo que sea así, pero el
infantilizarse no consiste [35] en otra cosa. ¿No es propio de los niños
el divagar y el tontear? ¿Y acaso no es lo más deleitable de tal edad el
hecho de que carezcan de sensatez? ¿Quién no aborrecerá y execrará como
cosa monstruosa a un niño dotado de viril sapiencia? De ello es fiador el
proverbio conocido por el vulgo: «Odio al niño de precoz sabiduría.»
¿Quién podría soportar la relación y el trato con un viejo que a su
enorme experiencia de las cosas uniese semejante vigor mental y acritud de
juicio? Por esta razón he favorecido al viejo haciendole delirar, y esta
divagación le liberta, mientras tanto, de aquellas miserables
preocupaciones que atormentan al sabio, y le hace ser un agradable
compañero de bebida y librarse del tedio de la vida, el cual apenas puede
sobrellevar la edad más vigorosa. No es raro aún que, al modo del anciano
de Plauto, vuelva los ojos a aquellas tres letras de A. M. O(13). Sería
desgraciadísimo si conservase la noción de las cosas, pero mientras tanto,
gracias a mi favor, el viejo es feliz, grato a los amigos y no tiene nada
de bobalicón ni de inepto para las fiestas. Abunda en mi favor que en
Homero se vea cómo de la boca de Néstor fluía una «palabra más dulce que
la miel», mientras la de Aquiles era amarga y los ancianos que él mismo
nos describe sentados en las murallas dejaban escuchar apacibles
palabras(14).
Según este criterio, los viejos superan a la misma infancia, edad
ciertamente placentera, pero inmatura y desprovista del principal halago
de la vida, es decir, la locuacidad. Observar, además, que los ancianos
disfrutan locamente de la compañía de los niños y éstos a su vez se
deleitan con los [36] viejos, «pues Dios se complace en reunir a cada cosa
con su semejante(15)».
¿En qué difieren unos de otros, a no ser en que éstos están más
arrugados y cuentan más años? Por lo demás, en el cabello incoloro, la
boca desdendata, las pocas fuerzas corporales, la apetencia de la leche,
el balbuceo, la garrulería, la falta de seso, el olvido, la irreflexión,
y, en suma, en todas las demás cosas, se armonizan. Cuanto más se acerca
el hombre a la senectud, tanto más se va asemejando a la infancia, hasta
que, al modo de ésta, el viejo emigra sin tedio de ella ni sensación de
morir.



Capítulo XIV
Pase quien lo desee a comparar este beneficio que dispenso con las
metamorfosis operadas por los demás dioses. Y no es del caso recordar las
que efectúan cuando están airados, sino las ejecutadas en aquellos a
quienes son más propicios: Suelen transformarles en árbol, en ave, en
cigarra y hasta en serpiente(16), como si no fuese lo mismo transformarse
que perecer. Yo, en cambio, devuelvo a la misma persona la parte mejor y
más feliz de su vida, que si los mortales se contuviesen de toda relación
con la sabiduría y orientasen la vida de acuerdo conmigo, no envejecerían
y gozarían dichosos de perpetua juventud.
¿No veis acaso a estos hombres severos dedicados a estudios de
filosofía, o a graves y arduos asuntos, que han envejecido antes de llegar
a la plena juventud, por obra de las preocupaciones y [37] la constante y
agria agitación de las ideas, que agota el espíritu y la savia vital? Por
el contrario, mis necios están regordetes, lucidos, con piel
brillante(17), a modo, según dicen, «de cerdos acarnanienses»; en verdad
que no sentirán nunca molestia alguna de la vejez, a menos que, según a
veces acontece, no se envenenen con la compañía de los sabios. Hasta tal
punto se conserva íntegra la existencia humana cuando se es feliz por
todos conceptos.
Viene en apoyo de ello el valioso testimonio del adagio vulgar que
dice: «La estulticia es la única cosa que frena el paso de la juventud
fugacísima y mantiene alejada la molesta vejez.» De esta suerte ha dicho
acertadamente la voz vulgar acerca de los de Brabante, que mientras a los
demás hombres la edad suele redundarles en prudencia, ellos, cuanto más se
acercan a la vejez, más y más se entontecen. Y no hay otra gente que, de
modo general, tome la vida más en broma y que menos sienta la tristeza de
la vejez. De éstos son vecinos, tanto por el lugar como por el modo de
vivir, mis holandeses. Y no sólo les llamo míos, sino aun tan entusiastas
devotos, que merecieron del vulgo un apodo que más que avergonzarles les
llena de orgullo(18).
Vayan, pues, los estultísimos mortales en busca de Medeas, de Circes,
Venus, Auroras y no sé qué fuente, que les restituyan la juventud, la cual
soy yo la única que puede y acostumbra proporcionar. En mi poder está
aquel elixir mirífico con que la hija de Memnón prolongó la juventud de su
abuelo Titón. Yo soy aquella Venus por cuya merced volvió Faón a la
mocedad y así fue amado por Safo [38] con tanto extremo. Mías son las
hierbas, si las hay; míos los conjuros; mía aquella fuente que no sólo
hace volver la pasada juventud, sino lo que es mejor, la conserva
perpetuamente. Así, si estáis de acuerdo en que nada hay mejor que la
adolescencia y más detestable que la vejez, creo que os daréis cuenta de
cuánto me debéis por prolongar tan gran bien y evitar mal tan grave.



Capítulo XV
Pero ¿por qué hablo tanto de los mortales? Examinad el cielo todo e
insúlteme quienquiera si encuentra en alguno de los dioses, fuera de lo
que deben a mi poder, algo que no sea áspero y desdeñable. ¿Por qué Baco
ha sido siempre efebo y le ha adornado poblada cabellera? Porque,
insensato y borracho, se ha pasado la vida entera en banquetes, danzas,
cantos y diversiones, sin tener nunca el menor trato con Palas. Por ello
está tan lejos de querer ser tenido por sabio, que goza con que se le
honre por medio de burlas y farsas y no se ofende por aquel dicho que le
atribuye el dictado de necio cuando afirma que «tiene aún más de necio que
de pintarrajeado». Precisamente le dieron este último título por la
licencia que acostumbraban a tomarse los vendimiadores de embadurnar con
mosto e higos nuevos la estatua sedente del dios colocada en la puerta de
su templo. Y la antigua comedia, ¿acaso dice algo de él que no suene a
vituperio? «¡Oh estúpido dios -dicen- y digno de nacer del muslo de
Júpiter!»
Pero ¿quién no preferiría ser necio e insulso como éste y estar
siempre de fiestas, siempre joven, siempre pródigo en diversiones y
placeres para todo el mundo, a ser como ese taimado Júpiter, que infunde
temor a todos, o como Pan, que con [39] sus tumultos pánicos todo lo
confunde, o como el tiznado Vulcano, siempre sucio del trabajo de su
taller, o como la misma Palas, a la que hacen terrible su lanza y el
escudo con la Gorgona, y cuya mirada siempre es hiriente?
¿Por qué es siempre niño Cupido? ¿Por qué, sino por ser un bromista y
no hacer ni pensar nada a derechas? ¿Por qué la áurea Venus conserva
constantemente la belleza? Sin duda porque tiene conmigo parentesco, de lo
que viene que su rostro tenga color parecido al de mi padre y por tal
razón Homero la llama «dorada Afrodita». Además está sonriendo de
continuo, si hemos de creer sólo en esto a los poetas y a sus émulos los
estatuarios. ¿A qué dios dieron culto con mayor piedad los romanos que a
Flora, madre de todas las voluptuosidades?
Sin embargo, si alguien consulta atentamente en Homero y en los demás
poetas la vida de los dioses severos, la encontrará llena de estulticia
por entero. ¿Vale la pena recordar las hazañas de los restantes, cuando
tan bien conocéis los amores y frivolidades del mismo Júpiter fulminador,
o como la severa Diana, olvidada del pudor del sexo, no iba a la caza de
otra cosa que de Endimión, por quién se moría? Prefiero, empero, que los
dioses oigan a Momo reprochar sus bellaquerías, ya que de él es de quien
antaño las oían con frecuencia.
De ahí viene que, indignados, le precipitasen a la Tierra, junto con
Até, porque con su sabiduría resultaba importuno para la felicidad de
aquéllos. Ningún mortal ha querido desde entonces dar hospitalidad al
desterrado, y nada sería más difícil que encontrársela en los palacios de
los príncipes. En éstos, precisamente, está en el candelero mi compañera
la Adulación, la cual no convive mejor con Momo que el cordero con el
lobo. Así los dioses, libres de él, se divirtieron con mayor licencia [40]
y placer, y, carentes de censor, hicieron realmente, según dice Homero,
«lo que les pareció mejor».
¿Qué entretenimientos no ofrece aquel Príapo de higuera? ¿Qué
diversión no producen los hurtos y mixtificaciones de Mercurio? Y el
propio Vulcano acostumbra hacer de bufón en los convivios de los dioses,
no sólo con su cojera, sino también con sus ocurrencias y sus ridículos
dichos que desternillan de risa a la partida de bebedores. Y también
Sileno, aquel viejo enamorado que suele bailar el «córdax» con Polifemo al
son de la lira, mientras las ninfas danzan la «gymnopaidía»; los sátiros
semicaprinos representan las «atelanas»(19); Pan, con alguna estúpida
cancioncilla, hace reír a todo el mundo, puesto que la prefieren a
escuchar el canto de las musas, sobre todo cuando el vino ha empezado a
empaparles. ¿Hará falta que recuerde las cosas que hacen los dioses cuando
están bien bebidos? Son, por Hércules, tan estúpidas que, yo misma a veces
no puedo contener la risa. Pero mejor será acordarse de Harpócrates(20) a
este propósito, no sea que nos escuche algún Dios fisgón explicar estas
mismas cosas que no le fueron permitidas a Momo.



Capítulo XVI
Pero ya es hora de que, a ejemplo de Homero, dejemos el cielo y
volvamos a la Tierra para ver en ella que nada hay alegre ni feliz que no
se deba [41] a mi favor. Observar primeramente con cuánta solicitud ha
cuidado la naturaleza, madre y artífice del género humano, de que nunca
falte en él el condimento de la estulticia.
En efecto, según la definición de los estoicos, si la sabiduría no es
sino guiarse por la razón y, por el contrario, la estulticia dejarse
llevar por el arbitrio de las pasiones, Júpiter, para que la vida humana
no fuese irremediablemente triste y severa, nos dio más inclinación a las
pasiones que a la razón, en tanta medida como lo que difiere medía onza de
una libra. Además relegó a la razón a un angosto rincón de la cabeza,
mientras dejaba el resto del cuerpo al imperio de los desórdenes y de dos
tiranos violentísimos y contrarios: la ira, que domina en el castillo de
las entrañas y hasta en el corazón, fuente de la vida; y la
concupiscencia, que ejerce dilatado imperio hasta lo más bajo del pubis.
La vida que llevan corrientemente los hombres ya evidencia bastante
cuánto vale la razón contra estas dos fuerzas gemelas, pues cuando ella
clama hasta enronquecer indicando el único camino lícito y dictando normas
de honestidad, éstas mandan a paseo a su soberana y gritan más fuerte que
ella, hasta que, cansada, cede y se rinde.



Capítulo XVII
Por lo demás, dado que el varón está destinado a gobernar las cosas
de la vida, tenía que otorgársele algo más del adarme de razón concedido,
a fin de que tomase resoluciones dignas de él. Se me llamó a consejo junto
con los demás y lo di al punto, y digno de mí: Que se le juntase con una
mujer, animal ciertamente estulto y necio, pero gracioso y placentero, de
modo que su compañía [42] en el hogar sazone y endulce con su estupidez la
tristeza del carácter varonil. Y así Platón, al parecer dudar en qué
género colocar a la mujer, si entre los animales racionales o entre los
brutos, no quiso otra cosa que significar la insigne estupidez de este
sexo(21).
Si, por casualidad, alguna mujer quisiese ser tenida por sabia, no
conseguiría sino ser doblemente necia, al modo de aquel que, pese a
Minerva, se empeñase en hacer entrar a un buey en la palestra, según dice
el proverbio. Efectivamente, duplica su defecto aquel que en contra de la
naturaleza desvía su inclinación y remeda el aspecto de la aptitud. Del
mismo modo que, conforme al proverbio griego, «aunque la mona se vista de
púrpura, mona se queda», así la mujer será siempre mujer; es decir,
estúpida, sea cual fuere el disfraz que adopte.
Sin embargo, no creo que el género femenino llegue a ser tan estúpido
que me censure por el hecho de que otra mujer, la Estulticia en persona,
les reproche la estupidez. Pues si consideran juiciosamente la cuestión,
verán que deben a la Estulticia el tener más suerte que los hombres en
muchos casos.
Tienen, primeramente, el encanto de la hermosura, que,
justificadamente, anteponen a todas las cosas, puesto que, por su virtud,
tiranizan hasta a los mismos tiranos. ¿De dónde proceden lo desgraciado
del aspecto, el cutis híspido y la espesura de la barba, que dan al varón
aspecto de viejo, sino del vicio de la prudencia, mientras que la mujer
conserva las mejillas tersas, la voz fina, el cutis delicado, remedo de
perpetua juventud? [43]
En segundo lugar, ¿qué otra cosa desean en esta vida más que
complacer a los hombres en grado máximo? ¿A qué miran, si no, tantos
adornos, tintes, baños, afeites, ungüentos, perfumes, tanto arte en
componerse, pintarse y disfrazar el rostro, los ojos y el cutis? Así,
pues, ¿qué las recomienda a los hombres más que la necedad? ¿Hay algo que
éstos no les toleren? ¿Y a cambio de qué halago, sino de la voluptuosidad?
Se deleitan, por consiguiente, sólo en la estulticia y de ello son
argumento, piense cada cual lo que quiera, las tonterías que le dice el
hombre a la mujer y las ridiculeces que hace cada vez que se propone
disfrutar de ella.
Ya sabéis, por tanto, el primero y principal placer de la vida y la
fuente de que mana.



Capítulo XVIII
Pero algunos hay, y en primera fila los viejos, que son más bebedores
que mujeriegos y sitúan la suma voluptuosidad en la mesa. Juzguen otros de
si habrá banquete completo sin mujeres; lo que sí consta es que ninguno
resulta agradable sin el condimento de la estulticia. Tanto es así, que si
falta uno que mueva a la risa con necedad verdadera o simulada, se pagará
a algún bufón o se invitará a algún gorrón ridículo que con dicharachos
risibles, es decir, estultos, ahuyente de la reunión el silencio y la
tristeza. Porque, ¿a qué conduce cargar el vientre de toda clase de
confituras, manjares y golosinas, si los ojos y los oídos, si no todo el
ánimo, han de apacentarse también con risas, bromas y chistes?
De esta manera, yo soy artífice insustituible de las sobremesas,
porque aquellas ceremonias de los banquetes, como elegir rey a suertes,
jugar a los [44] dados, los brindis recíprocos, el establecer rondas,
cantar coronados de mirto, bailar y hacer pantomimas(22), no fueron
inventadas por los siete sabios de Grecia, sino por mí, para bien del
género humano.
De este modo, se ve que la naturaleza de todas las cosas es tal, que
cuanto más tienen de estúpidas, tanto más favorecen la vida de los
mortales, la cual, cuando es triste, no parece digna de ser llamada vida.
Y triste discurrirá la vida, por fuerza, si no os libráis con estos
deleites del tedio, hermano de la tristeza.



Capítulo XIX
Quizá habrá quienes desprecien este género de placeres y se
complazcan en el afecto y trato de los amigos, repitiendo que la amistad
es cosa que hay que anteponer a todas las demás y aun que es necesaria
hasta el punto de que ni el aire, ni el fuego ni el agua lo sean en mayor
grado. Añaden, incluso, que es tan agradable, que quitarla sería como
quitar el Sol, y que es tan honesta, si es que ello viene al caso, que ni
los mismos filósofos vacilan en tenerla entre los bienes principales. Pero
¿qué, si demuestro que yo también soy la proa y la popa de tanto bien? Y
lo probaré no con crocosilites, ni sorites, ni ceratinas, o cualquier otra
especie de argucias dialécticas, sino de modo vulgar y mostrándolo como
con el dedo.
Decid, el condescender, el dejarse llevar, cegarse, alucinarse con
los defectos de los amigos y [45] el sentir afición y admirarse por alguno
de sus vicios manifiestos como si fuesen virtudes, ¿no es cosa parecida a
la estulticia? Hay quien besa un lunar de su amante, quien se deleita con
una verruga de su cordera, el padre que no encuentra sino una ligera
desviación de la vista en su hijo bizco, ¿qué es todo esto -pregunto- sino
pura necedad? Proclámese una y mil veces que es necedad, pero también que
ésta es la sola que une y conserva unidos a los amigos.
Me refiero al común de los mortales, de los cuales nadie nace sin
defecto y aquél es el mejor que menos cohibido está por ellos, pues entre
esos sabios endiosados o no llega a cuajar la amistad o viene a ser triste
y desagradable, y aun la traban sólo con poquísimos, por no atreverme a
decir que con ninguno, ya que la mayoría de los hombres desbarra -es
decir, que no hay quien no delire por muchos modos- y la amistad sólo cabe
entre semejantes. Así, si por acaso en esos severos tipos se engendra
mutua benevolencia, no podrá nunca ser constante ni duradera, por ser
gente gruñona y que vigila los defectos de los amigos con vista más fina
que el águila, o la serpiente de Epidauro(23). En cambio, ¡qué legañosos
ojos tiene para los defectos propios y cuán poco ve el fardo que lleva a
la espalda! Además, puesto que es propio de la naturaleza humana, que no
haya ingenio alguno sin grandes defectos, y que además existe tanta
desemejanza de edades y de estudios, tantas flaquezas, tantos errores,
tantas caídas graves, [46] ¿cómo podría subsistir entre estos Argos(24),
ni siquiera durante una hora, la alegría de la amistad sin el auxilio de
la candidez, es decir, de la estulticia, o, si queréis, de la blandura de
carácter?
¿Pues qué? Cupido, padre y autor de todo afecto, que, por obra de su
ceguera, toma lo feo por hermoso, hace que entre vosotros cada cual
encuentre hermoso lo que ama, de suerte que el viejo quiera a la vieja
como el mozo a la moza. Estas cosas suceden y son reídas en todo el mundo,
pero tales ridiculeces son las que aglutinan y unen la placentera sociedad
en la vida.



Capítulo XX
Cuanto queda dicho de la amistad debe aplicarse con mucho mayor
motivo al matrimonio, ya que no es éste otra cosa que la conjunción
indivisa de las vidas. Júpiter inmortal, ¡cuántos divorcios y aun
accidentes peores que los divorcios ocurrirían si el trato doméstico del
varón y la esposa [47] no se viese afianzado y sostenido por la adulación,
la broma, la indulgencia, el engaño y el disimulo, que forman como mi
cortejo! ¡Ah, qué pocos matrimonios llegarían a cuajar si el novio
investigase prudentemente a qué juegos se había dedicado aquella
doncellita delicada, al parecer, y pudorosa, mucho antes de casarse! ¡Y
cuántos menos permanecerían unidos si muchos de los actos de las esposas
no quedasen ocultos gracias a la negligencia y estupidez de los maridos!
Todas estas cosas se atribuyen justificadamente a la estulticia y a
ella se debe aún que la esposa sea agradable al marido y éste a su mujer,
a fin de que la casa permanezca tranquila, a fin de que en ella perviva la
concordia. Inspira risa y se hace llamar cornudo, consentido y qué sé yo
qué, el infeliz que enjuga con sus besos las lágrimas de la adúltera. Pero
¡cuánto mejor es equivocarse así que no consumirse con el afán de los
celos y echarlo todo por lo trágico!



Capítulo XXI
Añadiré, en fin, que sin mí no habría ni sociedad, ni relaciones
agradables y sólidas, ni el pueblo soportaría largo tiempo al príncipe, ni
el amo al criado, ni la doncella a su señora, ni el maestro al discípulo,
ni el amigo al amigo, ni la esposa al marido, ni el arrendador al
arrendatario, ni el camarada al camarada, ni los comensales entre ellos,
de no estar entre sí engañándose unas veces, adulándose otras,
condescendiendo sabiamente entre ellos, o untándose recíprocamente con la
miel de la estulticia. Ya me doy cuenta de que esto os parecerá afirmación
de mucho bulto, pero aún las oiréis mayores.



Capítulo XXII
Decidme: ¿A quién amará aquel que se odie a sí mismo? ¿Con quién
concordará aquel que discuerde de sí mismo? ¿Podrá complacer a alguno
aquel que sea pesado y molesto para sí? Creo que nadie lo afirmará, a
menos que sea más estulto que la misma Estulticia.
Si prescindieseis de mí, además de no poder nadie soportar a nadie,
todo el mundo sentiría hedor de sí, asco de sus propias cosas y repulsión
de su misma persona. Tanto más cuanto que la naturaleza, [48] en no pocas
ocasiones más madrastra que madre, ha dispuesto el espíritu de los
mortales, sobre todo de los pocos sensatos, de suerte que cada cual se
duela de lo suyo y admire lo ajeno, de lo cual viene que todas las
prendas, toda la elegancia y todo el atractivo de la vida se echan a
perder y se desvanecen. ¿Qué vale la hermosura, principal don de los
dioses inmortales, cuando se corrompe con el morbo de la melancolía?(25)
¿Qué la juventud si la envenena el agror de una senil tristeza?
En fin, ¿qué podría realizar el hombre con belleza (y así conviene
que lo haga todo, pues ésta no sólo es fundamento del arte, sino de
cualquier obra) en cualquier función de la vida, sea en beneficio propio o
en el de los demás, si no le tendiese la mano el Amor Propio, con quien me
une fraternal lazo? Y añadiré que se esfuerza en sustituirme en todas
partes. ¿Y qué tan necio como satisfacerse y admirarse de uno mismo? Por
el contrario, si se está descontento de uno mismo, ¿podrá hacerse algo
gentil, gracioso y digno? Suprimid este condimento en la vida y en el acto
se helará el orador en la defensa de su causa, el músico no dará placer a
nadie con sus ritmos, el histrión, a pesar de sus gestos todos, será
silbado, el poeta y sus musas serán objeto de risas, el pintor y su arte
serán diseñados y el médico y sus fármacos caerán en la miseria. En fin,
tendremos a Tersites en vez de Niceo, a Néstor en vez de Faón; en vez de
Minerva a un cerdo, en lugar del locuaz al balbuciente y en el del cortés
al patán. Tan necesario es que cada cual se lisonjee a sí mismo y se
procure una pequeña estimación propia antes de que se la otorguen los
demás. [49]
En suma, comoquiera que la principal parte de la felicidad radica en
que uno quiera ser lo que es, contribuye a ello grandemente mi querido
Amor Propio, haciendo que nadie se duela de su figura, del talento de la
estirpe, del estado en que se halla, de la educación ni de la patria, de
suerte que ni el irlandés ansía cambiarse por el italiano, ni el tracio
con el ateniense, ni el escita con los de las islas Afortunadas. ¡Oh
singular solicitud de la naturaleza que en tan grande variedad de cosas
todas las iguala! Dondequiera que se retrae en algo de otorgar sus dones,
allá acude el Amor Propio a añadir un tanto de los suyos. Aunque esto que
acabo de decir ha resultado una necedad, porque estos últimos son los más
copiosos.
No necesito declarar, mientras tanto, que no podréis encontrar
empresa ilustre alguna sin mi impulso, ni nobles artes que yo no haya
inventado.



Capítulo XXIII
¿Acaso no es la guerra germen y fuente de todos los actos plausibles?
Y, sin embargo, ¿hay cosa más estulta que entablar lucha por no sé qué
causas, de la cual ambas partes salen siempre más perjudicadas que
beneficiadas? Y de los que sucumben, no hay ni que hablar, como se dijo de
los megarenses(26).
Cuando se forman en batalla las acorazadas filas de ambos ejércitos y
suenan los cuernos con ronco clamor(27), ¿de qué servirían esos sabios,
exhaustos por el estudio, cuya sangre aguada y fría apenas puede
sostenerles el alma? Hacen falta entonces hombres gruesos y vigorosos, en
los que haya [50] un máximo de audacia y un mínimo de reflexión, a menos
que se prefiera como tipo de soldado a Demóstenes, quien siguiendo el
consejo de Arquíloco, apenas divisó al enemigo arrojó el escudo y huyó,
mostrándose tan cobarde soldado cuanto experto orador.
Pero el talento, se dirá, es de grande importancia en las guerras.
Convengo en ello en lo referente al caudillo, y aun éste debe tenerlo
militar y no filosófico. Por lo demás, son los bribones, los alcahuetes,
los criminales, los villanos, los estúpidos y los insolventes y, en fin,
la hez del género humano quienes ejecutan hazañas tan ilustres, y no los
luminares de la filosofía.



Capítulo XXIV
De cuán inútiles sean éstos en cualquier empleo de la vida puede ser
testimonio el mismo Sócrates, calificado, y sin sabiduría alguna, por el
oráculo de Apolo como único sabio, el cual trató de defender en público no
sé qué asunto y tuvo que retirarse en medio de las mayores carcajadas de
todo el mundo. Sin embargo, este hombre no desbarraba completamente,
porque no quiso aceptar el título de sabio y lo reservó sólo para Dios, y
porque consideró que el sabio debía abstenerse de tratar de los negocios
públicos(28), aun cuando debiera haber aconsejado más bien que se abstenga
de la sabiduría quien desee contarse en el número de los hombres. ¿Qué fue
si no la sabiduría lo que le llevó a ser acusado y a tener que beber la
cicuta? Pues mientras filosofaba sobre las nubes y las ideas, y [51] medía
las patas de una pulga e investigaba(29) el zumbido de un mosquito, no
aprendía aquellas cosas que tocan a la vida normal. Acudió a defender al
maestro en el juicio cuando le peligraba la cabeza, su discípulo Platón,
abogado tan ilustre que, desconcertado por el estrépito de la plebe,
apenas si pudo concluir con el primer párrafo. ¿Qué diré ahora de
Teosfrato? Al empezar una arenga, enmudeció repentinamente como si hubiese
visto al lobo(30). Aquel que animaba al soldado en la batalla, Isócrates,
no se atrevió nunca, por lo tímido del genio, ni a despegar los labios.
Marco Tulio Cicerón, padre de la elocuencia romana, comenzaba sus
discursos con temblor poco gallardo, como niño balbuciente, lo cual
interpretaba Fabio Quintiliano ser propio de orador sensato y conocedor
del peligro. Al exponer esto, ¿puede dejar de reconocerse paladinamente
que la sabiduría obsta a la brillante gestión de los asuntos? ¿Qué habrían
hecho los sabios si éstos se despachasen con las armas cuando se desmayan
de miedo al combatir sólo con palabras desnudas?
Después de todo esto se celebra aún, ¡alabado sea Dios!, aquella
famosa frase de Platón: «Las repúblicas serían felices si gobernasen los
filósofos o filosofasen los gobernantes(31)». Sin embargo, si consultáis a
los historiadores, veréis que no ha habido príncipes más pestíferos para
el Estado que cuando el poder cayó en manos de algún filosofastro [52] o
aficionado a las letras. Creo que de ello ofrecen bastante prueba los
Catones, de quienes el uno alborotó la tranquilidad del Estado con sus
insensatas denuncias, y el otro reivindicó con sabiduría tan desmesurada
la libertad del pueblo romano, que la arruinó hasta los cimientos.
Añadidles los Brutos, los Casios, los Gracos y el mismo Cicerón, que
no fue menos dañoso al Estado romano que Demóstenes el ateniense. Marco
Antonino, aunque otorguemos que fue buen emperador, y cabría discutirlo,
se hizo pesado y antipático a los ciudadanos por esta misma razón; es
decir, por ser tan filósofo. Pero aunque fuese bueno, según concedemos,
tuvo más de funesto, por haber dejado tal hijo(32), de lo que pudo haber
de saludable en su administración. Precisamente esta especie de hombres
que se da al afán de la sabiduría, aun siendo desgraciadísimos en todo, lo
son por modo especial en la procreación de los hijos, lo cual me parece
obedecer a la providencia de la naturaleza para que el daño de la
sabiduría no se extienda más entre los hombres.
Así consta que el hijo de Cicerón fue un degenerado y que aquel gran
sabio Sócrates tuvo hijos más semejantes a la madre que al padre, según
escribió acertadamente uno; es decir, que fueron tontos.



Capítulo XXV
Podría tolerarse que en los asuntos públicos sean como asnos tocando
la lira, si no fuese que en todas las demás funciones de la vida no
acreditan ser más diestros. Llevad un sabio a un banquete [53]y lo
perturbará o con lúgubre silencio o con preguntitas fastidiosas.
Introducidle en un baile y os parecerá, danzando, un camello. Conducidle a
un espectáculo y con su solo semblante disipará toda diversión y se le
obligará a salir del teatro, como al sabio Catón, si no logra desarrugar
el entrecejo. Si mete cucharada en una conversación, caerá de improviso
como el lobo en la fábula. Si algo hay que comprar o que convenir, en
suma, cuando se trate de estas cosas sin las cuales esta vida cotidiana no
puede pasar, dirás que este sabio es un leño y no un hombre.
Añadiré que no puede ser útil en nada ni a sí, ni a la patria, ni a
los suyos, porque es inexperto en las cosas corrientes y discrepa
largamente de la opinión pública y de los estilos normales de vida, de lo
cual, por cierto, preciso es que siga el odio contra él, por ser tanta la
disparidad de conducta y sentimientos. Pues ¿qué se trata entre los
hombres que no sea necio del todo y que no esté hecho por los necios y
para los necios? Por ello, si alguien a solas quisiese contrariar la
corriente general, yo le aconsejaría que, imitando a Timón(33), emigre a
algún desierto y allí, a solas, disfrute de su sabiduría.



Capítulo XXVI
Retornaré, empero, a lo que había dejado sentado antes: ¿qué fuerza
ha podido reunir en ciudad a hombres berroqueños, acorchados(34) y
salvajes sino la adulación? No significa otra cosa la famosa [54] cítara
de Anfión y de Orfeo(35)? ¿Qué otra cosa llamó a la concordia ciudadana a
la plebe de Roma, cuando estaba en el extremo de la confusión? ¿Acaso
algún discurso filosófico? En absoluto: El risible y pueril apólogo del
vientre y las demás partes del cuerpo. Igualmente útil fue para
Temístocles el apólogo semejante de la zorra y el erizo. ¿Qué discurso de
sabio habría tenido tanto poder cuanto aquella superchería de la cierva de
Sertorio, o aquello de los dos perros de Licurgo, o la risible fábula
sobre la manera de arrancar los pelos de la cola del caballo? Y no diré
nada de Minos y de Numa, cada uno de los cuales gobernó a la estulta
muchedumbre con fabulosas invenciones. Con semejantes tonterías se mueve
esa bestia enorme y vigorosa, el pueblo.



Capítulo XXVII
Y, por el contrario, ¿qué Estado adoptó nunca las leyes de Platón o
Aristóteles o las tesis de Sócrates? Por otra parte, ¿qué fue lo que
persuadió a los Decios a sacrificarse espontáneamente a los dioses manes?
¿Qué fue lo que arrastró al abismo a Quinto Curcio sino la vanagloria, la
más seductora de las sirenas, pero también la más condenada por estos
sabios? Dicen ellos: «¿Habrá cosa más necia que el que un candidato servil
halague al pueblo y compre su favor con propinas, soborne la adhesión de
la masa, se deleite con sus aclamaciones, [55] sea llevado en triunfo como
una bandera venerable Y se haga levantar una estatua de bronce en el foro?
Agregad los nombres y sobrenombres que adoptan, los honores divinos
otorgados a esos hombrecillos; agregad que tiranos criminales por demás
sean comparados a los dioses en el curso de ceremonias públicas. Todas
estas cosas no pueden ser más estultas y para reírse de ellas no bastaría
con un solo Demócrito»
¿Quién lo niega?. Pero de esta misma fuente nacieron las hazañas de
los vigorosos héroes, exaltadas hasta las nubes en los escritos de los
varones elocuentes. De tal estulticia nacieron los Estados, merced a ella
subsisten imperios, autoridades, religión, consejos y tribunales, pues la
vida humana no es sino una especie de juego de despropósitos.



Capítulo XXVIII
Ahora hablaré de las ciencias. ¿Qué impulsa, sino la sed de gloria,
al ingenio de los mortales a elaborar y cultivar para la posteridad
disciplinas tenidas por tan excelsas?
Ciertos hombres estultísimos, sin duda, se creyeron pagados de tantas
vigilias y tantos sudores con no sé qué fama, vana a más no poder. En
contraste, vosotros debéis a la Estulticia ilustres deleites en la vida y,
sobre todo, el supremo de disfrutar de la insensatez ajena.



Capítulo XXIX
Así, tras haber reivindicado el mérito del valor y el ingenio, ¿qué
os parecería que pretendiese también el de la prudencia? Aunque alguno
dirá que esto equivale a mezclar el agua y el fuego, yo [56] espero
triunfar en mi propósito si, como antes, me seguís favoreciendo con
vuestra atención y vuestra aprobación.
En primer lugar, si la prudencia se acredita en el uso de las cosas,
¿a quién procede aplicar mejor tal dictado y tal honor, al sabio que, en
parte por pudor y en parte por cortedad de ánimo, no se atreve a emprender
cosa, o al estulto que no retrocede ante nada ni por vergüenza, de que
carece, ni por temor al peligro, que no se para a considerar?
El sabio se refugia en los libros de los antiguos, de donde no extrae
sino meros artificios de palabras, mientras que el estúpido, arrimándose a
las cosas que hay que experimentar, adquiere la verdadera prudencia, si no
me equivoco. Parece que esto lo vio con claridad Homero, a pesar de ser
ciego, cuando dijo: «El necio sólo conoce los hechos(36)».
A la consecución del conocimiento de los hechos se oponen dos
obstáculos principales: la vergüenza que ensombrece con sus nieblas al
ánimo, y el miedo que, una vez evidenciado el peligro, disuade de
emprender las hazañas. De ambos libra estupendamente la Estulticia. Pocos
son los mortales que se dan cuenta de las ventajas múltiples que
proporciona el no sentir nunca vergüenza y el atreverse a todo. Y si
alguno prefiere adquirir la prudencia que consiste en el examen de las
cosas, os ruego que me oigáis cuán lejos están de ella los que se
adjudican este título.
Es, ante todo, manifiesto que todas las cosas humanas, como los
silenos de Alcibíades, tienen dos caras que difieren sobremanera entre sí,
de modo que lo que exteriormente es la muerte, viene a ser la vida, según
reza el dicho, si miras adentro; y, por el contrario, lo que parece vida
es muerte; [57] lo que hermoso feo; lo opulento, paupérrimo; lo infame,
glorioso; lo docto, indocto; lo robusto, flaco; lo gallardo, innoble; lo
alegre, triste; lo próspero, adverso; lo amigable, enemigo; lo saludable,
nocivo; y, en suma, veréis invertidas de súbito todas las cosas si abrís
el sileno.
Si esto parece quizá dicho demasiado filosóficamente, me guiaré según
una Minerva más vulgar, como suele decirse, y lo pondré más claro. ¿Quién
no convendrá en que un rey sea hombre opulento y poderoso? Pero si no está
propicio a ninguna cualidad espiritual y nada sacia su codicia, resultará
paupérrimo, y si tiene el alma entregada a numerosos vicios, permanecerá
torpemente esclavizada. Del mismo modo podría discurrirse también acerca
de otras cosas, pero me basta con el anterior ejemplo. Alguno preguntará:
«¿A qué viene esto?» Escuchadme para que extraigamos la moraleja.
Si alguien se propusiese despojar de las máscaras a los actores
cuando están en escena representando alguna invención, y mostrase a los
espectadores sus rostros verdaderos y naturales, ¿no desbarataría la
acción y se haría merecedor de que todos le echasen del teatro a pedradas
como a un loco? Repentinamente se habría presentado una nueva faz de las
cosas, de suerte que quien era mujer antes resultase hombre; el que era
joven, viejo; quien poco antes era rey, se trocase en esclavo; y el dios
apareciese de pronto como hombrecillo. El suprimir aquel error equivale a
trastornar la acción, porque son precisamente el engaño y el afeite los
que atraen la mirada de los espectadores.
Ahora bien: ¿Qué es toda la vida mortal sino una especie de comedia
donde unos aparecen en escena con las máscaras de los otros y representan
su papel hasta que el director del coro les hace [58]salir de las tablas?
Éste ordena frecuentemente a la misma persona que dé vida a diversos
papeles, de suerte que quien acababa de salir como rey con su púrpura,
interpreta luego a un triste esclavo andrajoso. Todo el mecanismo
permanece oculto en la sombra, pero esta comedia no se representa de otro
modo.
Si un sabio caído del cielo apareciese de súbito y clamase que aquel
a quien todos toman por rey y señor ni siquiera es hombre, porque se deja
llevar como un cordero por las pasiones y es un esclavo despreciable, ya
que sirve de grado a tantos y tan infames dueños; que ordenase a estotro
que llora la muerte de su padre, que ría, porque por fin ha empezado la
vida para aquél, ya que esta vida no es sino una especie de muerte; que
llamase plebeyo y bastardo a aquel otro que se pavonea de su escudo,
porque está apartado de la virtud, que es la única fuente de nobleza; y si
del mismo modo fuese hablando de todos los demás, decídme: ¿qué
conseguiría sino que cualquiera le tomase por loco furioso?
Porque nada más estulto que la sabiduría inoportuna ni nada más
imprudente que la prudencia descaminada, y descaminado anda quien no se
acomoda al estado presente de las cosas, quien va contra la corriente y no
recuerda el precepto de aquel comensal de «O bebe, o vete», pretendiendo,
en suma, que la comedia no sea comedia.
Por el contrario, será en verdad prudente, quien, sabiéndose mortal,
no quiere conocer más que lo que le ofrece su condición, se presta gustoso
a contemporizar con la muchedumbre humana y no tiene asco a andar errado
junto con ella. Pero en esto, dirán, radica precisamente la Estulticia. No
negaré que así sea, a condición de que se convenga en que tal es el modo
de representar la comedia de la vida. [59]



Capítulo XXX
Lo que resta, ¡oh dioses inmortales!, ¿lo diré o lo callaré? Por lo
demás, ¿por qué he de callarlo si es de toda veracidad? Mas en cosa de tan
gran importancia quizá convendría invocar a las Musas del Helicón, a las
que suelen acudir los poetas con más frecuencia por verdaderas bagatelas.
Acorredme, pues, un momento, hijas de Júpiter, para que demuestre que sin
contar con la Estulticia como guía no habrá quien llegue a la excelsa
sabiduría ni a la llamada fortaleza de la felicidad. Es manifiesto,
primeramente, que todas las pasiones humanas corresponden a la Estulticia,
puesto que el sabio se distingue precisamente del estulto en que aquél se
gobierna por la razón y éste por las pasiones.
Por tal razón los estoicos apartan del sabio todos los desórdenes,
como si fuesen enfermedades; sin embargo, las pasiones hacen las veces de
orientadores de quienes se dirigen hacia el puerto de la sabiduría, sino
que también en cualquier ejercicio de la virtud suelen ayudar como espuela
y acicate en exhortación a obrar bien.
Aunque el estoicísimo Séneca protesta enérgicamente contra esto y
libera, por el contrario, al sabio de toda pasión, al hacerlo así no deja
en él nada humano, sino más bien a un nuevo dios o a una especie de
demiurgo, que ni ha existido hasta ahora, ni existe ni existirá; es más,
para decirlo más claro, labró una estatua marmórea de hombre, impasible y
ajeno a toda sensación humana. Por tanto, si les place, gocen de este
sabio suyo, ámenle por encima de cualquier rival y convivan con él en la
república de Platón o, si lo prefieren, en la región de las ideas, o en
los jardines de Tántalo. ¿Habrá quien no huya o se horrorice de tal tipo
[60] de hombre, como de un monstruo o un espectro que se ha querido
ensordecer a todas las sensaciones de la naturaleza, que carece de
pasiones y no se conmueve por el amor ni por la misericordia más «que si
de duro pedernal fuese o de mármol marpesio(37)»; de un hombre de quien
nada escapa, que nunca yerra, sino que, como Linceo(38), todo lo descubre,
que nada deja de juzgar escrupulosamente y nada ignora; que sólo está
contento de sí mismo y se tiene por el único opulento, el único sano, el
único rey, el único libre y, en suma, el único en todo, aunque ello no
acontezca sino en su opinión; que no se entretiene con amigo alguno,
porque no sabe lo que es un amigo; que no vacila en echar a rodar a los
dioses, y que todo cuanto ve efectuarse en la vida lo condena o lo ríe
como si fuese una locura? Tal es la especie de animal considerado sabio
absoluto.
Decidme: Si la cuestión se resolviese por sufragio, ¿qué república
querría a un magistrado de este género o qué ejército desearía semejante
general? Más aún: ¿qué mujer desearía o toleraría a tal especie de marido,
o qué anfitrión a tal invitado, o qué criado a un amo de este genio?
¿Quién no preferiría a uno cualquiera de entre la cáfila de hombres más
estultos que, a fuer de estulto, pueda mandar u obedecer a los estultos;
que agrade a sus semejantes, que son la mayoría; que sea complaciente con
la mujer, alegre con los amigos, atento con los invitados y grato comensal
y, en suma, que no extrañe nada humano?
Pero este sabio me ha empezado a dar lástima; por ello el discurso se
dedicará ahora a los demás beneficios que dispenso. [61]



Capítulo XXXI
Veamos: Si alguien volviese la vista a su alrededor desde lo alto de
una excelsa atalaya, como los poetas le atribuyen hacer a Júpiter, vería
cuántas calamidades afligen la vida humana, cuán mísero y cuán sórdido es
su nacimiento, cuán trabajosa la crianza, a cuántos sinsabores está
expuesta la infancia, a cuántos sudores sujeta la juventud, cuán molesta
es la vejez, cuán dura la inexorabilidad de la muerte, cuán perniciosas
son las legiones de enfermedades, cuántos peligros están inminentes,
cuánto desplacer se infiltra en la vida, cuán teñido de hiel está todo,
para no recordar los males que los hombres se infieren entre sí, como, por
ejemplo, la miseria, la cárcel, la deshonra, la vergüenza, los tormentos,
las insidias, la traición, los insultos, los pleitos y los fraudes. Pero
estoy pretendiendo contar las arenas del mar...
No me es propio explicar ahora por qué razón los hombres han merecido
tales cosas o cual fue el dios encolerizado que les hizo nacer en el seno
de estas miserias, pero el que las considere para su capote, ¿acaso no
aprobará el caso de las doncellas de Mileto, aunque se compadezca de
ellas? ¿Y quiénes fueron, sobre todo, los que acusaron de tedioso al sino
de su vida? ¿No fueron los familiares de la sabiduría? Entre ellos,
pasando por alto a los Diógenes, Jenócrates, Catones, Casios y Brutos,
citaré a aquel ilustre Quirón que, pudiendo ser inmortal, optó por la
muerte.
Creo que ya os dais cuenta de lo que ocurriría si de modo general los
hombres fuesen sensatos, es decir, que haría falta otra arcilla y otro
Prometeo alfarero(39). Pero yo, en parte por ignorancia, en [62] parte por
irreflexión, algunas veces por olvido de los males, ora por la esperanza
de bienes, ora derramando un poco de la miel del placer, voy acorriendo a
tan grandes males, de suerte que nadie se complace en dejar la vida aunque
se le haya acabado el hilo de las Parcas y espera que sea la misma vida la
que se deje a él; lo que menos causa debía ser de que le correspondiese
vivir, es lo que más ansias le da de ello. ¡Tan lejos están de que les
afecte ningún tedio de la vida!
Es beneficio especial mío que podáis ver por doquier a viejos de
nestórea senectud en los que ya no sobrevive ni la figura humana,
balbucientes, chochos, desdentados, canosos, calvos, o, para describirlos
mejor, con palabras aristofánicas, «sucios, encorvados, miserables,
calvos, llenos de arrugas, sin dientes(40)», pero que se deleitan con la
vida y aun aspiran a rejuvenecerse, de suerte que uno se tiñe las canas,
el otro disimula la calva con una cabellera postiza, el de más allá se
vale de los dientes que acaso adquirió de un cerdo y aquél se perece por
alguna muchacha y supera en tonterías amatorias a cualquier adolescente,
pues es frecuente, y casi se aplaude como cosa meritoria que cuando están
ya con un pie en la tumba y no viven sino para dar motivo a un ágape
funerario, se casen con alguna jovencita, sin dote, que tendrá que ser
disfrutada por otros.
Pero mucho más divertido, si se pone atención en ello, es ver a
ancianas que hace mucho que tienen edad de haberse muerto y aun ponen cara
de estado y de haber retornado de los infiernos, que tienen siempre en la
boca aquella frase de que «es bueno ver la luz del día»; llegan a entrar
en celo según suelen decir los griegos, como machos cabríos, y compran a
buen precio a algún Faón; se [63] embadurnan asiduamente el rostro con
afeites; no se separan del espejo; se depilan el bosque del bajo pubis;
exhiben los pechos blandos y marchitos; solicitan la voluptuosidad con
trémulo gañido, y acostumbran a beber, a mezclarse en los grupos de las
muchachas y a escribir billetes amorosos. Todos se ríen de estas cosas
teniéndolas por estultísimas, como lo son, pero ellas están contentas de
sí mismas y entretenidas, mientras, con vivos placeres; la vida les
resulta una pura miel y son felices gracias a mi favor.
Querría yo que quienes consideren ridículas estas cosas mediten si no
es mejor conseguir una vida dulce gracias a tal estulticia que ir
buscando, como dicen, un árbol de donde ahorcarse, pues aunque por el
vulgo estas cosas sean tenidas por deshonrosas infamias, ello no importa a
mis estultos, puesto que dicho mal, o no lo sienten o, si lo sienten, lo
desprecian con facilidad. Si les cae una piedra en la cabeza, esto sí que
es un verdadero mal, pero como la vergüenza, la deshonra, el oprobio y las
injurias no hacen más daño del caso que se les hace, dejan de ser males si
falta el sentido de ellas. ¿Qué te importará que todo el pueblo te silbe,
con tal de que tú mismo te aplaudas? Y solamente la Estulticia puede
ayudar a que ello sea posible.



Capítulo XXXII
Pero me parece oír protestar a los filósofos: «Es deplorable esto de
vivir dominado por la Estulticia -dicen- y, por ende, errar, engañarse,
ignorar». Ello es propio del hombre, y no veo por qué se le ha de llamar
deplorable, cuando así nacisteis, así os criasteis, así os educasteis y
tal es la común suerte de todos. No tiene nada de deplorable lo que
pertenece a la propia naturaleza, a no ser, [64] quizá, que se considere
que hay que compadecer al hombre porque no puede volar como las aves, ni
andar a cuatro patas como los demás animales, ni está armado de cuernos
como el toro. Del mismo modo se podría calificar de desdichado a un
hermosísimo caballo porque no ha aprendido gramática ni come tortas; o de
infeliz a un toro porque no es apto para la palestra. Así, pues, tal como
el caballo imperito en gramática no es desgraciado, así no es infeliz
tampoco el estulto, porque el serlo es coherente con su naturaleza.
Pero contra esto apremian los sofistas: «El conocimiento de las
ciencias es cualidad peculiar del hombre, quien, con el auxilio de ellas,
compensa con el talento aquellas cosas en que la naturaleza le ha
desfavorecido.» Como si tuviese algún asomo de verdad el que la naturaleza
que veló tan solícitamente en favor de los mosquitos, y aun de las hierbas
y las florecillas, hubiese sólo dormitado en el caso del hombre, haciendo
que le fuesen necesarias las ciencias, inventadas por el pernicioso genio
de aquel Teuto para sumo perjuicio del género humano, ya que no sirven
para alcanzar la felicidad y estorban a lo propio para que fueron
descubiertas, como un rey muy sabio dijo gallardamente, según Platón, a
propósito del invento de la escritura(41).
Por tanto, las ciencias irrumpieron en la vida humana junto con
tantas otras calamidades, y por ello a los autores de todos los males se
les llama «demonios», equivalente a dah/monaj(42), que significa los que
saben.
¡Qué sencilla era aquella gente de la Edad de Oro, desprovista de
toda ciencia, que vivía sólo con la guía e inspiración de la naturaleza!
¿Para qué, pues, les hacía falta la gramática, cuando el idioma [65] era
el mismo para todos ni se pedía otra cosa al lenguaje sino que las gentes
se entendiesen unas con otras? ¿De qué habría servido la dialéctica, donde
no había conflicto alguno entre opiniones encontradas? ¿Qué lugar podía
ocupar entre ellos la retórica, si nadie se proponía crear dificultades a
otro? ¿Para qué se necesitaba la jurisprudencia, si estaban apartados de
las malas costumbres, de las cuales, sin duda, han nacido buenas leyes?
Además, eran demasiado religiosos para escrutar con impía curiosidad los
secretos de la naturaleza, las dimensiones de los astros, sus movimientos
y efectos y las causas ocultas de las cosas. Consideraban pecaminoso que
el hombre mortal tratase de saber más de lo que compete a su condición, y
la locura de averiguar lo que había más allá del cielo ni siquiera les
venía a la imaginación.
Mas perdiéndose poco a poco la pureza de la Edad de Oro, fueron
primeramente inventadas las ciencias por los malos genios, según dije,
pero éstas eran aún pocas y pocos quienes tenían acceso a ellas. Después
añadieron otras mil la superstición de los caldeos y la ociosa frivolidad
griega, que no son sino tormentos de la inteligencia, hasta el punto de
que con sólo una, la gramática, basta para dar suplicio perpetuo a una
vida.



Capítulo XXXIII
Sin embargo, entre estas mismas ciencias son especialmente apreciadas
aquellas que se aproximaban más al sentido común, es decir, a la
Estulticia. Los teólogos se mueren de hambre, se desalientan los físicos,
los astrólogos son objeto de risa y los dialécticos, de menosprecio. El
médico es el único que «vale tanto como muchos hombres(43)», [66] y en
esta misma profesión el más indocto, temerario e irreflexivo prospera más,
incluso entre los magnates. Así, la medicina, sobre todo ahora que la
ejercen tantos, no es sino cuestión de adulación, igual, por cierto, que
la retórica.
Después de éstos ocupan el siguiente lugar los leguleyos y no sé
decir si hasta ocupan el primero, de cuya profesión los filósofos -y no
quiero dar opinión sobre ella- suelen reírse unánimemente llamándola
asnal. Sin embargo, el arbitrio de estos asnos regula todos los negocios
grandes y pequeños. Éstos aumentan sus latifundios, mientras los teólogos,
después de haber extraído de sus escritorios(44) la divinidad entera, han
de comer altramuces y librar constante guerra contra las chinches y los
piojos.
De esta suerte, así como son más dichosas las ciencias que tienen
mayor afinidad con la estulticia, también es con mucho más feliz la gente
que ha podido abstenerse del trato con ciencia alguna y no ha seguido a
otro guía que a la naturaleza, que no posee deficiencia alguna sino cuando
los mortales, por acaso, queremos franquear sus límites. La naturaleza
odia lo artificioso y hace crecer mucho más felizmente lo que no ha sido
violado por ninguna ciencia.



Capítulo XXXIV
¿Acaso no veis que en cualquier género de los demás animales viven
más felices aquellos que están más apartados de las ciencias y no les guía
otro magisterio que el de la naturaleza? ¿Cuál [67] más feliz y más
admirable que las abejas? Y aun éstas no poseen todos los sentidos
corporales. ¿Se encontrará nada semejante a la arquitectura con que
construyen los edificios? ¿Qué filósofo ha fundado nunca parecido Estado?
En cambio, el caballo, por ser afín al talento humano y haberse
trasladado a convivir con el hombre, participa de las calamidades de éste,
y así no es raro verle reventar en las carreras porque le avergüenza ser
vencido, y en las batallas, mientras está anhelando el triunfo, le hieren
y muerde el polvo junto con el jinete. Y no hablo de las serretas, ni de
los acicates, de la prisión de la cuadra, de los látigos, los palos, de
las bridas, del jinete y, en fin, de todo el aparato de la servidumbre a
la que se sometió espontáneamente cuando, queriendo imitar a los héroes,
anheló ardientemente vengarse de los enemigos.
¡Cuánto más deseable es la vida de las moscas y de los pájaros que
viven libres de cuidado y a tenor sólo del instinto natural, con tal que
se lo toleren las asechanzas del hombre! Si cuando se encierra a los
pájaros en una jaula se les enseña a imitar la voz humana, es admirable
cuánto pierden de aquella gracia natural suya. Lo que creó la naturaleza
es en todos sus aspectos siempre más agradable que lo mixtificado por el
arte.
De este modo, nunca alabaría bastante a aquel gallo pitagórico(45)
que, habiendo sucesivamente sido con la misma entidad filósofo, varón,
mujer, rey, particular, pez, caballo, rana, y aun creo que esponja,
dictaminó que no había animal más desgraciado que el hombre, porque todos
los demás, se reducían a los confines de su naturaleza y sólo el hombre
trataba de salirse de los que le imponía su condición. [68]



Capítulo XXXV
Por el contrario, entre los hombres antepone por muchos conceptos los
ignorantes a los doctos y famosos, y el célebre Grilo fue bastante más
avisado que el prudente Ulises, porque prefirió continuar gruñendo en la
pocilga en vez de lanzarse con él a tantas aventuras peligrosas. No me
parece que Homero, padre de las fábulas disienta de esta opinión, puesto
que llama a todos los mortales frecuentísimamente desdichados y
desgraciados, y al mismo Ulises, que es su ejemplar de sabio, le califica
a menudo de infeliz, cosa que nunca hace con Paris, Ayax ni Aquiles. ¿A
qué obedece tal cosa sino a que aquel farsante y embaucador no hacía nada
sin el consejo de Palas y, siendo demasiado sabio, se apartaba a más no
poder de la pauta de la naturaleza?
Así, pues, como entre los mortales se alejan de la felicidad aquellos
que se afanan por la sabiduría -mostrándose en ello misino doblemente
estultos, ya que, a pesar de haber nacido hombres, afectan el género de la
vida de los dioses inmortales, olvidándose de su condición y, a ejemplo de
los gigantes, con las máquinas de las ciencias declaran la guerra a la
naturaleza-, de la misma manera están más libres de desdichas aquellos que
se acercan cuanto pueden al genio y a la estulticia de los brutos y no se
fatigan con nada que supere a la condición humana.
Vamos a tratar de mostrarlo, pero no con entimemas de los estoicos,
sino con un ejemplo vulgar. Y, por los dioses inmortales, ¿hay algo más
feliz que esta especie de personas a las que el vulgo llama estúpidos,
estultos, fatuos e insípidos, títulos éstos que, en mi opinión, son
hermosísimos? Confesaré [69] que a primera vista la cosa parece quizá
estúpida y absurda, pero, sin embargo no puede ser más verdadera. En
principio, carecen de miedo a la muerte, mal nada despreciable, ¡por
Júpiter!, y de remordimientos de conciencia; no les conturba la hostilidad
de los espíritus, no les asustan fantasmas ni duendes y ni les turba el
miedo de los males que amenazan ni les desasosiega la esperanza de bienes
futuros. En suma, no se dejan atormentar por millares de preocupaciones
que atosigan a esta vida. No padecen vergüenza, ni temor; no ambicionan,
no envidian ni aman. Por último, si llegan a acercarse más a la insensatez
de los animales brutos, no pecan, según los teólogos.
Quisiera que meditases, estultísimo sabio, cuántas preocupaciones
torturan por doquier tu ánimo de noche y de día; que reunieses en un
montón todos los sinsabores de tu vida y así comprenderías de cuánto mal
he preservado a mis amados necios. Añade a esto que éstos no sólo se
regalan sin cesar, juegan, cantan y ríen, sino que también a dondequiera
que van llevan consigo el placer, la broma, el juego y la risa como si la
misericordia de los dioses se los hubiese otorgado para alegrar la
tristeza de la vida humana.
De donde resulta que mientras los demás hombres están unidos por
afectos varios, éstos, por aquella razón, son aceptados por todos como de
los suyos, en pie de igualdad, y se les busca, se les regala, festeja,
abraza, socorre si lo necesitan y se les tolera sin sanción todo cuanto
dicen o hacen. Hasta tal punto nadie desea hacerles daño, que las mismas
fieras se contienen de herirles, como por cierta intuición de su natural
inocencia. Están, pues, en el sagrado de los dioses y, sobre todo, en el
mío, y por ello nadie considera injusto tal privilegio. [70]



Capítulo XXXVI
¿Y qué diréis si afirmo que incluso gozan de la gracia de los máximos
reyes, de suerte que algunos no saben comer, ni andar, ni pasar una hora
sin ellos? Muy a menudo anteponen estos tontilocos a sus aburridos sabios,
a los cuales algunas veces mantienen por pura vanidad. El porqué de esta
preferencia no me parece oscuro ni cosa de admiración, pues tales sabios
no suelen acudir a los príncipes con nada que no sea triste y, engreídos
con su doctrina, no se recatan de herir oídos delicados con verdades
mordaces; en cambio, los bufones proporcionan lo único que los príncipes
buscan por doquier de mil maneras: bromas, risas, carcajadas y placeres.
Fijaos de modo especial en una cualidad, nada despreciable, de los
estultos, que es el ser los únicos francos y veraces. ¿Hay cosa más digna
de aplauso que la verdad? Aun cuando Alcibíades, en aquel proverbio
platónico, sitúe la verdad únicamente en el vino y en la infancia(46),
ello no obsta a que se me deba de modo peculiar toda alabanza, y, si no,
acudamos al testimonio de Eurípides, de quien se conserva aquel célebre
dicho acerca de mí, según el cual «el necio no dice más que
necedades(47)». Todo cuanto lleva el necio en el pecho, lo traduce a la
cara y lo expresa de palabra. En cambio, el sabio tiene dos lenguas, como
recuerda el mismo Eurípides diciendo que una de ellas es la que usan para
decir la verdad y con la otra las cosas que consideran convenientes según
el momento(48). Es propio de ellos transformar lo negro [71] en blanco, y,
con la misma boca, soplan simultáneamente a lo frío y a lo caliente(49),
porque media gran distancia entre lo que esconden en el pecho y lo que
fingen de palabra.
Los príncipes, empero, aun viviendo en el seno de tanta dicha, o de
lo que pretende serlo, me parecen desgraciadísimos, porque carecen de
ocasión de escuchar la verdad y porque están obligados a tener a su lado
aduladores en vez de amilos. Dirá alguien: «Pero es que los oídos de los
príncipes aborrecen la verdad y por la misma causa rehuyen a los sabios,
puesto que temen que no salga alguien demasiado liberal que se atreva a
decir cosas ciertas en vez de cosas placenteras». Cierto es, la verdad es
desagradable a los príncipes, pero ello viene por modo admirable en
auxilio de mis necios, puesto que de ellos escuchan con placer no sólo
verdades, sino hasta francos insultos, cuando las mismas palabras,
proferidas por un sabio, serían materia de condena a muerte; en cambio,
dicho por un necio resulta en increíble contento.
Tiene, pues, la verdad cierta esencial facultad de agradar si en ella
no va implícita ofensa, pero esta virtud no se la han concedido los dioses
más que a los necios. Por esta misma razón de tal especie de hombres
suelen gozarse locamente las mujeres, pues son de natural más propensos al
placer y a la jocosidad. Por lo tanto, cualquier cosa que hagan en tal
sentido, aunque a las veces se trate de lo más extremadamente serio, lo
interpretan como broma y juego, pues tal es la tendencia natural de este
sexo, sobre todo en lo que mira a encubrir sus defectos. [72]



Capítulo XXXVII
Volviendo a la felicidad propia de los necios, diré que tras haber
pasado la vida con suma alegría, sin miedo ni sensación de la muerte se
van derechamente a los Campos Elíseos para deleitar allí con sus bromas a
las almas pías y ociosas. Vamos, pues, a confrontar la suerte de cualquier
sabio con la de este necio. Imagínate, que pones delante de él a un
ejemplo de sabiduría, a un hombre que ha gastado toda la infancia y toda
la adolescencia en aprender las ciencias y que la parte más deliciosa de
la vida la ha perdido en incesantes vigilias, cuidados y sudores y que en
lo que le restaba tampoco ha degustado ni un tantico de placer, viviendo
siempre sobrio, pobre, triste, malévolo y duro para consigo mismo y pesado
y desagradable para los demás, pálido, macilento, enfermizo, legañoso,
canoso y viejo antes de ahora y prematuramente huido de esta vida... Pero
¿qué le importa morir, si nunca ha vivido? ¡Ahí tenéis el bello retrato de
un sabio!



Capítulo XXXVIII
Ya vuelvo a oír croar contra mí a «las ranas del Pórtico(50)». «Nada
más lamentable -dicen- que la locura, y la estulticia manifiesta o es
pariente de la locura o, mejor dicho, es ya la locura misma. ¿Qué es la
locura sino un extravío de la razón?» Pero éstos yerran absolutamente el
camino. Vamos, pues, a desvanecer este silogismo, con el favor de las
Musas. [73]
No razonan torpemente, pero así como Sócrates enseña, según
Platón(51), que había dos Venus, dividiendo el concepto de Venus, y,
partiendo un Cupido, hacía de él dos, así estos dialécticos también debían
haber distinguido entre una y otra locura, si es que querían pasar por
cuerdos. Porque no puede admitirse absolutamente que cualquier locura sea
calamitosa. No decía otra cosa Horacio al hablar de que «soy juguete de
una amable locura(52)», ni Platón hubiera colocado(53) entre las delicias
más preeminentes de la vida el arrebato de los poetas, los adivinos y los
amantes, ni aquella sibila hubiese calificado de loca la empresa de
Eneas(54). Hay, pues, dos especies de locura: Una es la que las crueles
furias lanzan desde los infiernos, como serpientes, para encender en los
pechos de los mortales el ardor de la guerra, o insaciable sed de oro, o
amor indigno y funesto, o el parricidio, el incesto, el sacrilegio o
cualquier otra calamidad, y también cuando hacen sentirse al alma culpable
y contrita enviando contra ella furias y fantasmas.
Pero hay otra locura muy diferente de ésta, que mana directamente de
mí y que es digna de ser deseada en grado sumo por todos. Se manifiesta
por cierto alegre extravío de la razón, que libera al alma de cuidados
angustiosos y la perfuma con múltiples voluptuosidades. Tal extravío de la
razón es el que deseaba Cicerón como magno beneficio de los dioses, según
carta escrita a Ático(55), para [74] perder la conciencia de tantos males.
Tampoco lo lamentaba aquel ciudadano de Argos que había estado loco y se
había pasado todos los días sentado solo en el teatro riendo, palmoteando,
divirtiéndose, porque creía contemplar admirables tragedias, aunque de
hecho no se representaba nada. Todo ello, al tiempo que se conducía
correctamente en los deberes de la vida y era «agradable a los amigos,
complaciente con la mujer, indulgente con los siervos y no se encolerizaba
porque le destapasen una botella». Comoquiera que le librase la familia de
la enfermedad a fuerza de medicamentos, dijo así a los amigos, cuando hubo
vuelto del todo a sus cabales: «Por Pólux, que me habéis matado, amigos.
Nada me habéis favorecido arrebatándome así aquel placer y extirpando a
viva fuerza aquel gratísimo error de mi mente(56)».
Y hasta razón tenía, puesto que eran los demás los equivocados y
quienes más necesitaban del eléboro por haber creído necesario disipar con
drogas, como si fuese enfermedad, una locura tan feliz y agradable.
Sin embargo, no he querido con esto afirmar que se deba calificar de
locura a cualquier extravío de la razón o de los sentidos, ni que esté
loco aquel legañoso que confunda a un mulo con un asno, o aquel que admire
una poesía pedestre como si fuese magistral. Pero si yerra no sólo el
sentido, sino también el juicio de la razón de modo constante y más allá
de lo normal, será lícito considerar a éste próximo a la locura, como lo
estaría aquel que escuchase rebuznar a algún asno y creyese estar oyendo a
una orquesta prodigiosa, o aquel pobrecillo, nacido en ínfima cuna, que se
figurase ser el rey Creso de Lidia. [75]
Tal género de locura, empero, si se inclina hacia lo deleitable,
según ocurre con frecuencia, reporta no mediano placer tanto a los que
están poseídos por él como a aquellos que lo presencian, sin que éstos
tengan que estar locos por ello. Pues tal especie de locura está mucho más
extendida de lo que cree el vulgo: El loco se ríe del loco y se
proporcionan mutuo placer, y no será raro que veáis que el más loco se
burle con mayores ganas del que lo está menos.



Capítulo XXXIX
A juicio de la Estulticia, cuanto más estulta es una persona tanto
más feliz es, con tal que se contenga en esta especie de locura que nos es
peculiar y que, además, está tan extendida, que no sé si en el conjunto de
todos los mortales podría encontrarse a alguien que se mantuviese cuerdo a
todas horas y no estuviese poseído de alguna especie de locura. La
diferencia entre una y otra locura radica en que la gente llama loco a
aquel que imagina que una calabaza es una mujer, puesto que ello les
sucede a poquísimas personas. En cambio, aquel que ensalza a su mujer, a
la que tiene en común con muchos otros, como si fuese Penépole y la
ensalza en tono mayor, se engaña dulcemente y no habrá nadie que le llame
loco, puesto que ésta es cosa que les ocurre en general a los maridos.
También pertenecen a este grupo aquellos que lo desprecian todo ante
la caza mayor y afirman recibir un placer espiritual increíble cuando oyen
el grosero sonido del cuerno y el aullido de los perros. Hasta llego a
creer que cuando huelen los excrementos de los perros, les parece que se
trata de cinamomo. Además, ¿qué placer puede haber en despedazar una
fiera? El descuartizar toros y carneros es cosa de la plebe, pero la fiera
no puede [76] ser hecha cuartos sino por mano de un noble. Éste, con la
cabeza al aire, hincado de rodillas y provisto del cuchillo destinado a
esto, porque hacerlo con uno cualquiera no se consiente, procede a cortar
con ciertos gestos ciertos miembros del animal observando determinado
orden ritual. Se asombra, mientras tanto, como de cosa nueva la silenciosa
tropa de circunstantes, a pesar de que aquel espectáculo lo ha contemplado
más de mil veces. Además, aquel a quien haya tocado degustar un pedazo de
la bestia lo considera como prenda de no poca nobleza. Así, pues, como
esta gente no entiende de otra cosa que de perseguir y devorar
afanosamente a las fieras, van degenerando hasta ser casi otras fieras,
aunque entretanto crean darse vida de reyes. También es muy semejante a
éstos aquel género de personas que arden en insaciable afán de edificar, y
cambian tan pronto las cosas redondas en cuadradas como las cuadradas en
redondas. Y lo hacen sin término ni método hasta verse reducidos a la
pobreza más extrema y no quedarles donde vivir ni que comer. Pero ¿qué les
importa, si entretanto han pasado unos cuantos años con sumo placer?
Me parece que les son muy próximos aquellos que, por medio de las
nuevas ciencias y de las ocultas, se esfuerzan en transformar las especies
de las cosas y van por tierra y mar a la caza de cierta quintaesencia. Les
sustenta la dulce esperanza hasta el punto de que nunca les duelen los
trabajos ni los dispendios y con admirable ingenio siempre están ideando
algo en que, aunque tengan que engañarse de nuevo, les sea grato el error,
hasta que, después de haberlo gastado todo, ya no les queda nada que echar
al hornillo. Sin embargo, no renuncian a soñar placenteras ilusiones y
animan a los demás a gozar de la misma felicidad. Cuando se ven ya
abandonados de toda esperanza, [77] les queda aún una frase de la que
extraen gran consuelo: «Las grandes cosas, con quererlas basta(57)». Luego
echan la culpa a la brevedad de la vida que no basta a la magnitud del
asunto.
Dudo un poco de si se deberá admitir a los jugadores en nuestro
colegio. Sin embargo, es un espectáculo absolutamente necio y ridículo que
veamos algunos de ellos tan devotos del juego, que tan pronto oyen el
cubileteo de los dados, al punto les salta y les palpita el corazón.
Después, seducidos por la esperanza de ganar, hacen que la nave de sus
riquezas naufrague y se estrelle en el escollo del juego, no menos temible
que el cabo Malea. Pero apenas han salido desnudos a flote, engañan a todo
el mundo, menos a quien les ganó, con ánimo de que no se les tenga por
hombres de poca formalidad. ¿Qué os parecen cuando están viejos y casi
ciegos y siguen jugando con los anteojos puestos? Por último, cuando la
merecida gota les paraliza los dedos, ¿no pagan sueldo a un ayudante para
que les eche los dados en el cubilete?
Lo cual sería agradable si no ocurriese, como suele, que este juego
en frenesí degenera y por ello corresponde a las Furias y no a mí.



Capítulo XL
Queda otro estilo de hombres el cual, sin duda alguna, pertenece por
entero a nuestra grey. Se complace en escuchar o explicar falsos milagros
y prodigios y nunca se cansa, por maravillosas que sean, de recordar
fábulas de espectros, duendes, larvas, seres infernales y otros mil
portentos semejantes, los cuales cuanto más se apartan de la verdad, con
tanto mayor placer son creídos y hacen [78] titilar los oídos con afán más
deleitoso. Y ello no lo emprenden solamente para matar el tedio de las
horas, sino también a fin de ganar lucro, singularmente para los
sacerdotes y los predicadores. Parientes suyos son quienes profesan
la necia, pero agradable persuasión de que si ven una talla o una pintura
de San Cristóbal, esa especie de Polifemo, ya no se morirán aquel día, o
que si saludan con determinadas palabras a una imagen de Santa Bárbara,
volverán ilesos de la guerra, o que si visitan a San Erasmo en ciertos
días, con ciertos cirios y ciertas oracioncillas, se verán ricos en breve.
De la misma manera que en San Jorge han encontrado a otro Hércules,
lo propio han hecho con San Hipólito, cuyo caballo casi llegan a adorar,
teniéndolo devotamente adornado con jaeces y gualdrapas. A menudo se
concitan los favores del santo con alguna ofrendilla y tienen por digno de
reyes el jurar por su casco de bronce.
¿Y qué diré de estos que se ilusionan halagadoramente con fingidas
compensaciones de los pecados y, por encima de todo error, miden, como con
una clepsidra, los tiempos del Purgatorio, los siglos, los años, los
meses, los días y las horas, a modo de una tabla matemática? de aquellos
que, valiéndose de ciertos signos y ensalmos que algún piadoso inventor
ideó para bien de las almas o para su propio lucro, se lo prometen
confiadamente todo, riquezas, honores, placeres, harturas, salud y
perpetuamente próspera, vida longeva, lozana vejez y, en fin, la estrecha
vecindad con Cristo en los cielos, cosa la última que no quieren que
ocurra sino lo más tarde posible, es decir, cuando emigran a su pesar de
los placeres de esta vida, a los que se aferran con los dientes: entonces
es cuando quieren sustituirlos por las delicias celestiales. [79]
A este lugar correspondela especie de negociantes, de militares o de
jueces que, por haber apartado una vez de tantas rapiñas una menuda
ofrenda, creen ya purificada la hidra de su conducta y redimidos como por
contrato tanto perjurio, tanta libidinosidad, tanta embriaguez, tanta
riña, tanto crimen, impostura, perfidia y traición, y redimidos de suerte
que les es lícito reanudar de arriba abajo todo un mundo de delitos.
¿Quiénes, empero, más necios ni más felices que estos que, por
recitar diariamente aquellos siete versículos de los Sagrados Salmos, se
prometen aún más que la suprema felicidad? Se cree, por cierto, que estos
versículos mágicos le fueron indicados a San Bernardo por cierto demonio
bromista, pero más frívolo que astuto, como que el pobre salió mañosamente
trasquilado(58).
Estas cosas tan estultas, que casi a mí misma me avergüenzan, son,
sin embargo, aprobadas no sólo por el vulgo, sino también por los que
declaran la religión. ¿Pues qué? A lo mismo corresponde el que cada región
reivindique algún santo peculiar y que cada uno posea cierta singularidad
y se le tribute culto especial, de suerte que éste auxilia en el dolor de
muelas, aquél socorre diestro a las parturientas, el otro restituye las
cosas robadas, el otro socorre benigno en los naufragios, estotro preserva
a los ganados, y así sucesivamente, pues detallarlos todos sería latísimo.
Los hay que valen para varias cosas, sobre todo la Virgen Madre de Dios, a
la que el vulgo casi tiene más veneración que a su Hijo. [80]



Capítulo XLI
Y a estos santos, ¿qué les piden los hombres sino cosas que tocan a
la necedad? Entre tantos exvotos que veis por todas las paredes de ciertos
templos y aun cubren la bóveda, ¿habéis encontrado alguna vez el de
alguien que se haya curado de la necedad o que haya adquirido siquiera un
adarme de sabiduría? Uno ha salido ileso a fuerza de nadar; otro, aun
atravesado por el hierro enemigo, conserva la vida; otro huyó valerosa y
felizmente de la batalla mientras los demás peleaban; el de más allá,
estando ya colgado de la horca, por obra del favor de cierto santo amigo
de los ladrones, se desprendió de ella y pudo seguir descargando a los
abrumados por riquezas mal adquiridas; aquél violentó su cárcel y logró
huir; otro curó de la fiebre, con indignación del médico; unos, tras haber
ingerido un veneno, no sintieron sino que les soltó el vientre y les
sirvió, pues, de purga, no de muerte, y no con ninguna satisfacción de la
esposa que perdió el dinero y el trabajo; otro, a pesar de habérsele
volcado el carro, volvió a casa con los caballos ilesos; al otro se le
derrumbó encima una obra y sobrevivió; uno logró escapar de un marido que
le había capturado. Pero ninguno da gracias por haberse librado de la
necedad, pues el no atinar en nada es cosa tan placentera, que los
mortales rezan para librarse de todo menos de la estulticia.
Mas ¿por qué me meto en este piélago de supersticiones? «Aunque
tuviese cien lenguas y cien bocas, férrea voz, no podría glosar todas las
especies de necios y recorrer los nombres de la estulticia(59)». La vida
entera de los cristianos todos está tan llena de esta especie de delirios,
que los [81] sacerdotes las admiten y fomentan no de mal grado, puesto que
no ignoran cuánto suelen crecer sus gajes con ello.
Si en medio de estas gentes surgiese uno de esos sabios odiosos y
proclamase, como es verdad: «No morirás mal si has vivido bien; redimirás
los pecados si añades a la ofrenda lágrimas, vigilias, oraciones, ayunos y
cambias todo el estilo del vivir; tal santo te protegerá si emulas su
vida». Si tal sabio, repito, se desgañitase con estas y parecidas razones,
¡mira de cuánta felicidad privaría súbitamente a las almas y en qué
confusión las pondría!
Al mismo colegio pertenecen los que en vida establecen tan
celosamente las pompas que desean en los funerales, que llegan a
prescribir por menor cuántas hachas, cuántos mantos de luto, cuántos
cantores y cuántas plañideras ha de haber en ellos, como si pudiese
ocurrir que les alcanzase alguna sensación del espectáculo, o como si los
difuntos sintiesen vergüenza de que su cadáver no sea enterrado con
magnificencia; animados, en suma, de tanto afán como si les hubiesen
nombrado ediles encargados de los espectáculos y banquetes.



Capítulo XLII
Aunque tenga un poco de prisa, no puedo, empero, pasar en silencio
ante aquellos que no se diferencian en nada de un ínfimo remendón, pero
que se lisonjean increíblemente con la posesión de un título de nobleza
vana. Uno vincula su linaje con Eneas, otro con Bruto, el de más allá con
el rey Arturo; por todas partes muestran los retratos esculpidos y
pintados de sus mayores; enumeran los bisabuelos y tatarabuelos y sus
antiguos apellidos, pero en realidad no difieren mucho de estas mudas
estatuas, excepto en ser de peor aspecto que los retratos [82] que
muestran. A pesar de ello, viven felizmente merced al dulcísimo Amor
Propio. No faltan tampoco necios que miran a esta colección de bestias
como a dioses.
Pero ¿por qué hablo de uno u otro género de necedad, como si el Amor
Propio no dispusiese por doquier de prodigiosos medios para hacer felices
a muchos, como en el caso de este que, más feo que un mico, se cree un
Nireo? Otro se cree un Euclides por saber trazar tres líneas con el
compás; aquel «asno tañedor de lira» y cuya voz es más desagradable que la
de la gallina cuando pide marido, se figura ser otro Hermógenes. Sin
embargo, existe una especie de locura que es con mucho la más placentera,
por obra de la cual muchos se envanecen de lo suyo, sea cual fuere su
valor, y se glorían de ello precisamente por ser suyo.
Tal era la de aquel rico doblemente feliz de que habla Séneca(60)
que, cuando tenía que contar algún cuentecillo, tenía siervos a mano para
que le apuntaran las palabras y a los cuales no hubiera dudado de hacer
bajar a la palestra a luchar por él, pues era hombre de tanta poquedad,
que vivía con el único consuelo de tener en casa muchos y notablemente
robustos siervos. ¿Y qué se podrá decir de los cultivadores de las artes?
A todos ellos les es tan peculiar el Amor Propio, que sería más fácil de
encontrar quien renunciase a la herencia paterna que a la fama de talento,
sobre todo entre los actores, cantores, oradores y poetas, entre los
cuales cuanto más ignorante es cada cual, tanto más se complace
arrogantemente en sí mismo y se pavonea y se exalta más. Y encuentran
tipos de su calaña hasta el extremo de que aquel más inepto es el que se
granjea más admiradores, puesto que [83] lo peor siempre es celebrado por
la mayoría, dado que la máxima parte de los mortales, según hemos dicho,
es esclava de la Estulticia. Por ende, si el más torpe es aquel más
satisfecho de sí y el rodeado de mayor admiración, ¿quién preferirá la
verdadera sabiduría, que cuesta tanto trabajo adquirir, que vuelve luego
más vergonzoso y más tímido y que, en suma, complace a mucha menos gente?



Capítulo XLIII
Pues tengo por cierto incluso que la naturaleza, al modo que a cada
uno de los mortales, proporcionó a las naciones y casi a las ciudades un
cierto amor propio común. De aquí viene que los británicos recaben para
sí, por encima de cualquier otra prenda, la hermosura, el arte de la
música y la buena mesa. Los escoceses blasonan de nobleza y de entronque
con la realeza, y de sus argucias dialécticas. Los franceses se atribuyen
la cortesía en el trato. Los parisienses se arrogan de modo particular la
gloria de la ciencia teológica por encima de todos los demás. Los
italianos se reservan las letras y la elocuencia, y con tal fundamento se
lisonjean satisfechos de ser los únicos mortales que no son bárbaros. Los
romanos tienen la primacía en este estilo de complacencia y sueñan aún con
delicia en la vieja Roma. Los vénetos son felices con la fama de nobleza.
Los griegos, a fuer de inventores de las ciencias, se enorgullecen con los
títulos antiguos de sus famosos héroes. Los turcos y toda la camada de los
bárbaros, se atribuyen mérito por la religión y se ríen de los cristianos
como supersticiosos. Los judíos, con mucha mayor complacencia, esperan
incesantemente a su Mesías y se aferran con uñas y dientes a su Moisés
[84] aún hoy. Los españoles no ceden a nadie la gloria militar y los
alemanes se envanecen de la prestancia de sus cuerpos y de su conocimiento
de la magia.



Capítulo XLIV
Y para no seguir por menor cada caso particular, considero que ya
advertís cuánta satisfacción proporciona por doquier el Amor Propio a
todos y cada uno de los mortales. De él es casi hermana gemela la
Adulación, pues el Amor Propio no consiste sino en que uno se lisonjee a
sí mismo; si esto lo hace con otro, se tratará de la Adulación.
En el día ésta tiene bastante de infame, aunque ello ocurra sólo ante
los ojos de quienes se pagan más de las palabras que de las cosas en sí.
Consideran éstos, que la Adulación no cuadra con la fidelidad, pero se
aproximarían más a la verdad si se dieran cuenta del ejemplo de los
animales. ¿Hay algo más adulador que un perro? Y, sin embargo, ¿quién más
fiel? ¿Hay algo más simpático que una ardilla? ¿Y quién es más amiga del
hombre que ella? No, en verdad, a menos que se entienda que los crueles
leones, los feroces tigres y los iracundos leopardos se avienen mejor con
la condición humana.
Sin embargo, existe cierta especie de adulación que es absolutamente
perniciosa; de ella se valen los pérfidos y los burlones para llevar a la
ruina a los incautos. Sin embargo, mi estilo de adulación nace de la
bondad y del candor del carácter y está mucho más cerca de la virtud que
aquella su contraria, la cual es de grosera y torpe aspereza e
inoportunidad, según dice Horacio.
Ésta levanta los ánimos abatidos, consuela a los tristes, estimula a
quienes languidecen, despabila a los torpes, alivia a los enfermos, aplaca
a los feroces, [85] concilia afectos y, una vez formados, los mantiene.
Presta aliciente a los niños para que estudien letras; alegra a los
viejos; aconseja y enseña a los príncipes, sin ofensa, bajo la pantalla de
la alabanza. En suma, logra que cada cual se tenga a sí mismo en mayor
aprecio y cariño, lo cual es, en verdad, el fundamento de la felicidad.
¿Habrá cosa más complaciente que el rascarse mutuamente dos mulos? No
hará, pues, falta que afirme que la adulación constituye gran parte de la
elocuencia más celebrada; la mayor del arte médico y la máxima del
pórtico; es, en fin, el almíbar y la sazón de todo trato humano.



Capítulo XLV
Dirán algunos, sin embargo, que el equivocarse es lamentable; más lo
es el no equivocarse. Yerran a más no poder quienes creen que la felicidad
del hombre radica en las cosas mismas. En realidad, depende de la opinión
que nos formamos de ellas, pues es tan grande la oscuridad y la variedad
de las cosas humanas, que nadie las puede conocer de modo diáfano, según
dijeron acertadamente los platónicos, los menos presuntuosos entre los
filósofos.
Pero aunque se llegue a saber algo, ello suele redundar en detrimento
de la alegría de la vida, pues el espíritu humano está moldeado de tal
manera, que aprehende mucho mejor lo ficticio que lo verdadero. Si alguien
solicita una prueba manifiesta y obvia de tal cosa, acuda a la hora del
sermón en una iglesia y verá que si se está hablando de algo serio, todos
dormitan, bostezan y se asquean; en cambio, si el vociferador (me he
equivocado, quise decir el orador), comienza, según hacen con frecuencia,
a explicar alguna historieta asnal, se despabilan [86] todos, prestan
atención y escuchan con la boca abierta. Del mismo modo, si se celebra
algún santo orlado de fábulas y poesías -como, si me pedís ejemplos, lo
son Jorge, Cristóbal o Bárbara-, veréis que se les venera con mucha más
devoción que a San Pedro, San Pablo o al mismo Jesucristo. Pero tales
cosas no son propias del lugar.
¡Cuán poco cuesta esta consecución de la felicidad! Al paso que el
conocimiento de las cosas en sí significa muchas veces voluminosa labor,
aunque sean de tan poca monta como la gramática, las opiniones son de muy
fácil adoptar y conducen igual, si no con mayor holgura, a la felicidad.
Decid, pues: Si alguien come una salazón podrida ni cuyo olor siquiera
puedan soportar los demás, y a él le sabe a ambrosía, ¿qué le impide
sentirse feliz? Por el contrario, si a uno le produce náuseas el esturión,
¿de qué le sirve para la felicidad? Si alguien tiene una mujer de egregia
fealdad, pero que en opinión del marido puede rivalizar hasta con la misma
Venus, ¿acaso no será lo mismo para él que si fuese realmente hermosa? Si
alguien contempla una tabla pintarrajeada de rojo y amarillo y se admira
persuadido de que la ha pintado Apeles o Zeuxis, ¿no será acaso más feliz
que aquel que ha comprado por alto precio un cuadro a un gran pintor y que
quizá siente menos placer al contemplarlo?
Conozco a cierto sujeto que se llama como yo(61), el cual regaló a la
novia al casarse ciertas piedras falsas, convenciéndola, con lo bromista y
alegre que era, de que no sólo eran verdaderas y auténticas, sino también
de precio singular e inestimable. Pregunto yo, ¿qué podía importarle a la
joven la burla, si deleitaba igual los ojos y el espíritu [87] y las
guardaba junto a sí como eximio tesoro? En tanto, el marido no sólo se
había ahorrado el gasto, sino que se divertía con el engaño de su mujer, a
la que no tenía menos obligada que si la hubiese obsequiado con grande
costa.
¿Qué diferencia veis entre aquellos que se admiran en la caverna de
Platón(62) de las sombras y figuras de diversas cosas, sin ansiar nada ni
pavonearse, y el sabio que, salido de la caverna, contempla las cosas en
su realidad? Porque si aquel Micilo de Luciano hubiese podido soñar
perpetuamente que era rico y continuar su áureo ensueño, no tenía por qué
desear otro bien.
Por tanto, no hay diferencia entre estultos y sabios o, si las hay,
es favorable a los primeros, primeramente porque su felicidad les cuesta
muy poco, ya que consiste en una modesta persuasioncilla, y luego, porque
la comparten con la mayoría de las personas.



Capítulo XLVI
No hay goce de las cosas buenas como no sea en compañía, ¿y quién
ignora cuán grande es la escasez de sabios, si es que alguno hay? Los
griegos en tantos siglos llegaron a contar sólo siete y aun, ¡Por
Hércules!, si se les escudriña con más rigor, me juego la cabeza a que no
se encontraría medio sabio en total, ni siquiera la cuarta parte. Por lo
cual, entre las muchas alabanzas que se ofrecen a Baco, es la principal la
de que posee la cualidad de ahuyentar los pesares, pero solamente por
exiguo tiempo, pues en cuanto se duerme la papalina, vuelven al galope las
intranquilidades. Mis beneficios son más completos y mucho más duraderos,
[88] pues yo proporciono al alma embriaguez constante, alegría, delicia y
placer sin egoísmo. Distribuyo mis favores sin exceptuar a nadie, mientras
que las mercedes de los demás dioses solamente se conceden a ciertos
favoritos. No nace en todas las tierras ese vino generoso y dulce que
espanta las penas y atrae la fecunda esperanza; Venus prodiga a pocos la
gracia de su hermosura y Mercurio aun a menos sus dones de elocuencia.
Pocos son los que logran la riqueza que reparte Hércules, y el poder que
concede Júpiter no se da a cualquiera. Con frecuencia Marte deja las
batallas indecisas y muchos se apartan desconsolados del trípode de Apolo.
El hijo de Saturno hiende la tierra a menudo con el rayo; Febo a veces
lanza sus flechas, que extienden la peste a lo lejos, y Neptuno aniquila
más de los que salva. Y no quiero hablaros de divinidades maléficas,
Plutones, Atés, penas, fiebres, y otras de la misma especie, que más bien
que dioses parecen verdugos. Yo, la Estulticia, soy la única que reparto
indistintamente entre todos con magnífica liberalidad tan preciosos
beneficios.



Capítulo XLVII
No exijo voto alguno ni me encolerizo solicitando la expiación de
haber sido omitida alguna ceremonia de mi culto, ni trastorno cielos y
tierra cuando alguno, tras haber invitado a los dioses todos, me deja a mí
en casa, sin admitirme a oler el humo de los sacrificios. Pues los otros
dioses son tan quisquillosos, que casi es preferible, y más seguro, no
hacerles caso que venerarles. Con ellos ocurre como con esas personas tan
iracundas y propensas a ofender, que sería preferible tenerlas muy lejos
que en la intimidad. Se dirá que nadie hace sacrificios a la Estulticia ni
le levanta templos. [89] En verdad que extraño tanta ingratitud, pero
según mi bondad de ánimo, la considero como un bien, y ni siquiera los
deseo. ¿Para qué voy a exigir el incienso, el pan, el macho cabrío o el
cerdo, cuando por todas partes los hombres me rinden el culto que los
teólogos proclaman como más plausible? No puedo tener envidia de Diana
porque se le sacrifique sangre humana. Mucho más fervorosamente adorada me
juzgo al ver que todos me llevan en el corazón, me confiesan con la
conducta y me imitan en la vida. Por cierto que no es éste el género de
culto más frecuente, ni aun entre los cristianos. ¡Cuántos de éstos
ofrecen a la Virgen Madre de Dios una vela encendida en pleno mediodía,
que es cuando no le hace falta alguna! Y, sin embargo, ¡cuán pocos los que
se esfuerzan en imitarla en su castidad, su modestia y su amor divino!
Éste sería, sin embargo, el culto verdadero y, con mucho, el más agradable
al cielo.
¿Y para qué quiero yo templos, si el mundo entero es templo mío y el
más espléndido, si no me equivoco? En él no han de faltar nunca fieles
dondequiera que haya hombres. No soy tan necia que desee que me erijan
estatuas de piedra pintarrajeada; acaso ello perjudicaría mi culto, pues
la gente es tan grosera y torpe, que adora las representaciones en lugar
de los dioses mismos. Pudiera ser entonces que me sucediera a mí lo que a
aquellos a quienes los sustitutos expulsan de sus cargos. Bien puedo creer
que hay tantas estatuas erigidas en mi honor como hombres existen, porque
éstos llevan ante sí mi verdadera imagen, aunque sea a pesar suyo.
De modo que nada tengo que envidiar a los otros dioses porque en tal
o cual rincón del mundo les rindan culto en determinados días, como le
sucede a Febo, en Rodas; a Venus, en Chipre; a Juno, en Argos; a Minerva,
en Atenas; a Júpiter, en el Olimpo; [90] a Neptuno, en Tarento, y a
Príapo, en Lampsaco, con tal que a mí me ofrezcan diariamente por todo el
mundo sacrificios más valiosos.



Capítulo XLVIII
Si a alguien le parece que lo que digo es más presuntuoso que veraz,
quiero que examinemos un poco la vida de los hombres, y entonces se
manifestará claramente cuánto me deben y el aprecio que grandes y pequeños
hacen de mí. No vamos a pasar revista, una por una, a todas las vidas,
porque esto sería interminable; sino solamente a las de relieve, y por
ellas podremos juzgar con facilidad de las demás. ¿De qué aprovecha que os
recuerde la plebecilla y el vulgo cuando sin disputa alguna me pertenecen
por completo? Abundan en él tantas clases de estulticia y todos los días
inventa tantas nuevas, que aun no bastarían mil Demócritos para reírse de
todas ellas y sería necesario otro para que se burlara de los demás
Demócritos.
Son increíbles las risas, la alegría y los regocijos que los míseros
humanos procuran diariamente a los inmortales. Éstos se dedican las
sobrias horas de la mañana a celebrar asambleas escandalosas y luego,
escuchando los votos deliberan. Cuando ya están embriagado por el néctar y
no tienen gana de ningún asunto serio, se van a sentar a la parte más alta
del cielo y, bajando la frente, miran lo que hacen los hombres. No hay
espectáculo que les sea más grato. ¡Dioses inmortales, qué teatro, qué
variedad en esa turbamulta de necios!... Yo también de vez en cuando acudo
a sentarme entre las filas de los dioses de los poetas. Uno se muere por
cierta mujercilla, a la que ama con mayor pasión a medida que menos caso
le hace ella; el otro se casa con una dote y no con una esposa; el otro
prostituye [91] a su misma mujer; el de más allá, celoso, vigila como un
Argos; aquél, de luto, ¡oh!, cuántas necedades dice y hace! Parece un
actor que represente un papel de duelo. Aquel otro llora ante la tumba de
la madrastra(63); éste le da al vientre todo lo que logra ganar, a costa
de morirse de hambre poco después; el otro considera que no hay cosas más
agradables que el sueño y la holganza. Los hay que se agitan afanosamente
en el desempeño de los asuntos ajenos y olvidan los propios; que derrochan
velozmente el dinero prestado y se creen ricos mientras tienen caudales
ajenos. Otro no ve dicha comparable a la de vivir pobremente a fin de
enriquecer a un heredero; aquél, para ganar un lucro exiguo e incierto,
revolotea por todos los mares, confiando a las olas y a los vientos la
vida, que ninguna riqueza, podría reparar(64). Uno prefiere buscar
riquezas en la guerra, a disfrutar de seguro sosiego en el hogar. Hay
quien cree que no hay medio más cómodo de enriquecerse que captar la
voluntad de los viejos, ni faltan tampoco quienes prefieren conseguir lo
mismo haciendo el amor a las viejecitas ricas. Los dioses, empero, se
complacen magníficamente cuando ven, en ambos [92] géneros, que éstos
acaban siendo burlados astutamente por aquellos a quienes sedujeron.
La clase de los comerciantes es la más estulta y sórdida de todas,
porque tratan los asuntos más mezquinos que hay y lo hacen, además, del
modo más miserable que cabe imaginar, pues a pesar de que van mintiendo a
todas horas, perjurando, robando, defraudando, engañando, se creen a la
cabeza de la humanidad por el mero hecho de llevar los dedos llenos de
sortijas de oro. No les faltan frailecillos aduladores que les miran con
admiración y les llaman en público «venerables» sólo con el fin de que les
alcance alguna porcioncilla de sus bienes mal adquiridos. En otras partes
podrás ver a ciertos pitagóricos a quienes todas las cosas les parecen ser
comunes, de suerte que apenas encuentran alguna mal guardada se la
apropian con la misma tranquilidad que si les viniese por herencia. Los
hay que son tan ricos en deseos y se forjan unos ensueños tan agradables,
que con ello se dan por contentos. Algunos gozan al hacerse pasar por
potentados fuera de casa y se mueren de hambre en ella. Otro se apresura a
derrochar lo que posee, mientras hay quien se procura bienes por todos los
medios. Este ególatra busca la popularidad y los honores, en tanto que
aquél se solaza junto al hogar. Una buena parte promueve procesos que se
hacen eternos y donde se contiende a porfía, mientras se enriquecen el
juez aficionado a dilatar los asuntos y el abogado felón. Uno trata
afanosamente de renovarlo todo y otro mueve un proyecto magno, y, en fin,
los hay que emprenden una peregrinación a Jerusalén, a Roma o a Santiago,
donde no tienen nada que hacer, y, en cambio, dejan abandonados la mujer,
la casa y los hijos.
En suma, si, como antaño Menipo, pudieseis contemplar desde la Luna
el tumulto inmenso del género humano, creeríais estar viendo un enjambre
[93] de moscas y mosquitos peleando entre sí, luchando, tendiéndose
asechanzas, robándose, burlándose unos de otros, y naciendo, enfermando y
muriendo sin cesar. Nadie podría imaginar el bullicio y las tragedias de
que es capaz un animalito de tan corta vida, pues en una batalla o en una
peste se aniquilan y desaparecen en un instante millares de seres.



Capítulo XLIX
Pero yo misma sería necia a más no poder y merecería las carcajadas
de Demócrito si pretendiese enumerar todas las formas de necedad y de
locura del vulgo. Me limitaré, pues, a tratar de aquellos mortales que
gozan reputación de sabios y, según los que les rodean, han alcanzado los
laureles, entre los cuales descuellan los gramáticos, casta que sería sin
disputa la más mísera, afligida, y dejada de la mano de los dioses si yo
no acudiese a mitigar las desdichas de tan sórdida profesión con la ayuda
de una dulce locura. No sólo han caído sobre ellos las cinco furias, es
decir, las cinco ásperas calamidades de que habla el epigrama griego(65),
sino mil, pues siempre se les ve famélicos y harapientos en sus escuelas,
o pensaderos(66) o, mejor dicho aún, obradores, y rodeados de verdugos en
figura de un montón de chicos que les hacen envejecer [94] antes de tiempo
a fuerza de cansancio y que les aturden con sus gritos, amén de los
hedores que exhalan; pero a pesar de esto, gracias a mí, se estiman por
los primeros entre los hombres. Se pavonean así ante la aterrada turba y
se dirigen a ella con voz y cara tenebrosas; luego con la palmeta, las
disciplinas, o la varilla abren las carnes a los desdichados y con razón o
sin ella, les hacen víctimas de su arbitrariedad, imitando al asno de
Cumas. Pero, mientras tanto, la suciedad les parece pulcritud; los
hedores, aromas de ámbar, y su esclavitud miserable, un trono, de suerte
que no cambiarían su tiranía por la de Fálaris o Dionisio.
Pero cuando su dicha llega al colmo es cuando creen haber descubierto
alguna doctrina nueva, porque, aunque no hagan sino atiborrar a los niños
de extravagancias, ¡oh dioses propicios!, desprecian a su lado a cualquier
Palemón o Donato. No sé con que argucias logran que las madres tontas y
los ignorantes padres les crean tales como ellos se presentan. Únase a
esto la satisfacción que reciben cuando en algún carcomido pergamino
encuentran el nombre de la madre de Anquises o hallan una palabreja
desconocida del vulgo, como «bubsequa», «bovinator» o «manticulator»; si
logran desenterrar un cacho de piedra antigua con alguna mutilada
inscripción, ¡oh Júpiter, qué alegría, qué triunfo, qué encomios, como si
hubiesen conquistado el África o tomado a Babilonia! Y cuando recitan sus
versos, insulsos y absurdos por demás, y nunca falta quien se los celebre,
creen de buena fe que el espíritu de Virgilio ha reencarnado en su pecho.
Pero nada hay más divertido que ver a estos desdichados cuando se prodigan
mutuas alabanzas y admiraciones y se rascan recíprocamente; pero si uno de
ellos por descuido se equivoca en alguna palabreja y el otro, más listo,
tiene la suerte de cazársela, ¡por Hércules, qué drama, qué pelea, [95]
qué de injurias y denuestos!... Y si falto a la verdad, que caiga sobre mí
la colera de todos los gramáticos.
Conozco a un omnisciente helenista, latinista, matemático, filósofo,
médico y otras cosas más, y cuando ya era sexagenario, lo arrumbó todo
para dedicarse sólo al conocimiento de la gramática, con la que se atosiga
y tortura desde hace casi veinte años. Y sería feliz, dice, si pudiera
vivir hasta haber claramente establecido cómo se han de distinguir las
ocho partes de la oración, cosa que nadie entre los griegos y los latinos
ha logrado hacer de manera definitiva. Como si fuera caso de guerra el que
se confunda una conjunción con un adverbio. Y como hay tantas gramáticas
como gramáticos, o, por mejor decir, más, pues sólo mi querido Aldo(67) ha
dado más de cinco diferentes, no pueden dejar de exprimir y recorrer
ninguna, aunque sea oscura y bárbara, para no tener que envidiar a
cualquiera que se tome, siquiera sea torpemente, tales trabajos, puesto
que temen que les arrebaten su gloria y les inutilicen tantos años de
labor.
¿Cómo preferís que se llame a esto, estulticia o locura? Poco
importa, con tal que se reconozca que gracias a mis beneficios el animal
más infeliz de todos goza de tal dicha, que no trocaría su suerte por la
de los reyes de Persia.



Capítulo L
Menos me deben los poetas, a pesar de pertenecer también a mi facción
de modo categórico, pues como dice el proverbio, son espíritus libres cuya
[96] ocupación única consiste en regalar los oídos de los estultos con
frivolidades y fábulas ridículas. Es admirable, empero, cómo con sus
composiciones no solamente quieren hacerse inmortales y semejantes a los
dioses, sino conseguirlo también para los demás. De todos mis deudos son
éstos los más estrechamente emparentados con el Amor Propio y la Adulación
y los que me rinden culto más sincero y constante.
En cuanto a los retóricos, aunque algunos prevariquen para entenderse
con los filósofos, forman también parte de los nuestros, y la mejor
prueba, entre otras muchas, de lo que digo está en que, aparte de otras
tonterías, han redactado con cuidado tantas reglas del género festivo.
Hasta el que escribió acerca del arte de hablar; dedicándolo a Herenio,
sea quien fuere, no olvidó incluir a la Estulticia entre los medios de
echar las cosas a broma. Quintiliano, que es con mucho el príncipe de este
grupo, compuso sobre la risa un capítulo más largo que la Ilíada. Tanta es
la importancia que conceden a la Estulticia, porque con frecuencia lo que
ningún argumento oratorio puede deshacer, la risa lo desbarata. Y nadie ha
de negarme que el arte de hacer reír con dichos graciosos me pertenece a
mí.
De idéntica calaña son los que corren tras de fama imperecedera
publicando libros; todos ellos me deben mucho, y especialmente aquellos
que emborronan papel con meras majaderías. Los que escriben doctamente
para agradar a un corto número de eruditos, y que no rechazarían para
críticos suyos a Persio y Lelio, me parecen más [97] dignos de lástima que
felices, puesto que viven en continua tortura: añaden, modifican, quitan,
vuelven a poner, rehacen, aclaran, aguardan nueve años, nunca se dan por
satisfechos. Todo ello para la fútil recompensa de las alabanzas;
alabanzas, además, de unos cuantos, pagadas a costa de tantas vigilias,
del sueño, la más agradable de todas las cosas, y de fatigas, sudores y
trabajos infinitos. Añádanse la pérdida de la salud, la ruina del cuerpo,
la debilidad de la vista y hasta la ceguera, la pobreza, la envidia, la
privación de placeres, la vejez anticipada, la muerte prematura y otros
innumerables sufrimientos. Males todos de gran magnitud, que el sabio cree
compensar con la aprobación de unos pocos legañosos como él. Por el
contrario, el escritor que me pertenece es tanto más dichoso cuanto más
disparata, porque sin lucubración alguna escribe todo lo que se le ocurre,
todo lo que le viene a los puntos de la pluma, o lo que sueña, sin más
gasto que un poco de papel, y no ignora que cuan mayores tonterías
escriba, más aplaudido será de la mayoría, es decir, por los ignorantes y
por los necios. ¿Qué le importa que tres sabios le desprecien si aciertan
a leerle? ¿Y qué representa el parecer de tan pocos ante tan inmensa
muchedumbre que le aclama?
Pero quienes verdaderamente saben lo que hacen son los que dan a la
luz obras ajenas como propias y espiando hacen suya la gloria ganada por
los demás con gran trabajo. Aunque saben que se les acusará de plagio
algún día, mientras llega se aprovechan. Vale la pena de ver el pisto que
se dan cuando se ven ensalzados por el vulgo; cuando la multitud les
señala con el dedo diciendo: «Éste es aquel hombre tremendo(68)»; cuando
ven sus [98] obras en las librerías y cuando en la portada de sus libros
ponen títulos solemnes, muy a menudo extravagantes, que parecen de magia,
y que, dioses inmortales, no son sino palabrería. Pocas personas saben
descifrarlos en todo el vasto mundo y menos aún habrá que los aprueben,
pues también hay diversidad de gustos entre los indoctos. En general,
aquellos títulos se inventan o proceden de los libros antiguos. Así, uno
gusta de llamar a su libro Telémaco; otro, Esteleno o Laertes; aquél,
Polícrates, y el de más allá, Trasímaco, y como no tienen nada que ver con
estos nombres, daría lo mismo que se llamasen Camaleón o Calabaza, o bien,
como suelen decir los filósofos, Alfa o Beta.
Resulta chistoso sobremanera verlos alabarse unos a otros con
epístolas, poesías y encomios, donde un tonto adula a otro tonto y un
indocto replica a otro indocto. Éste es superior a Alceo, dice aquél; y
aquél es más que Calímaco, dice éste. Aquél, según el parecer de éste, es
mejor que Cicerón, y éste para aquél, más sabio que Platón. Otras veces se
buscan un adversario con objeto de aumentar la reputación rivalizando con
él. Así, «incierto el vulgo opina contradictoriamente», hasta que uno y
otro dan por bien reñida la batalla, y se retiran ambos victoriosos y en
triunfo. Los sabios se ríen juzgando todo esto, según lo es, el colmo de
la sandez. ¿Quién podrá negarlo? Pero entretanto, gracias a mí, estas
gentes están satisfechas y no cambiarían sus glorias por las de los
Escipiones. Aunque los sabios, que se ríen de esto a mandíbula batiente y
que tanto gozan con la insensatez ajena, me deben también grandes favores
y no podrán por menos de reconocerlo, si no son ingratos más que nadie.
[99]



Capítulo LI
Los jurisconsultos pretenden el primer lugar entre los doctos y no
hay quien esté tan satisfecho de sí como ellos, cuando, a la manera de
nuevos Sísifos, ruedan su piedra sin descanso, acumulando leyes sobre
leyes, con el mismo espíritu, aunque se refieran a cosas distintas,
amontonando glosas sobre glosas y opiniones sobre opiniones y haciendo que
parezca que su ciencia es la más difícil de todas, pues entienden que
cuanto más trabajosa es una cosa más mérito tiene. Añadámosles a los
dialécticos y los sofistas, gente más escandalosa que los bronces de
Dodona(69) y capaz cualquiera de ellos de competir en charlatanería con
veinte comadres escogidas. Más felices serían si además de habladores no
fueran pendencieros, pues lo son hasta el punto de que por un quítame allá
esas pajas vienen empeñadísimamente a las manos, y, mientras están
enredados en la porfía, la verdad se les escapa. Sin embargo, su amor
propio les hace felices; pertrechados con tres silogismos, arremeten
atropelladamente contra cualquiera y es tanta su pertinacia, que les hace
invictos aunque les enfrentéis con el mismo Estentor.



Capítulo LII
Después de éstos vienen los filósofos, cuya barba y amplia capa les
hace venerables, los cuales se tienen por los únicos sabios y al resto de
los mortales consideran sombras errantes. Con qué manso [100] delirio
construyen infinitos mundos, se entretienen en medir como a pulgada y con
un hilo el Sol, la Luna, las estrellas y los planetas; explican las causas
del rayo, del viento, de los eclipses y de todos los demás fenómenos
inexplicables, sin ninguna vacilación, como si fuesen secretarios del
artífice del mundo y hubiesen acabado de llegarnos del consejo de los
dioses. En tanto, la naturaleza se ríe en grande de ellos y de sus
conjeturas, pues nada absolutamente saben con certeza, y buena prueba de
ello son esas disputas interminables que sostienen acerca de los asuntos
más sencillos. Aunque nada sepan, creen saberlo todo y no se conocen a sí
mismos, ni ven la fosa abierta a sus pies, ni la roca en que pueden
tropezar, sea a les veces porque son cegatos y otras porque tienen la
cabeza a pájaros. Ello no les impide afirmar que ven claras las ideas, los
universales, las formas abstractas, las quididades, los primeros
principios, las ecceidades, y, en fin, conceptos tan sutiles, que el mismo
Linceo no llegaría a percibir, según creo.
Desprecian al vulgo profano, porque ellos se sienten capaces de
trazar triángulos, rectángulos, círculos y semejantes figuras geométricas
superpuestas las unas a las otras y en forma laberíntica o rodeadas de
letras puestas como en formación y repetidas en diversas filas, con cuyas
tinieblas oscurecen a los indoctos. Entre estos filósofos se cuentan
también los que anuncian lo porvenir tras consultar los astros y prometen
prodigios más que mágicos, y todavía tienen la suerte de encontrar a
quienes lo creen.



Capítulo LIII
Quizá sería mejor pasar en silencio por los teólogos y no remover
esta ciénaga ni tocar esta hierba pestilente, no sea que, como gente tan
sumamente [101] severa e iracunda, caigan en turba sobre mí con mil
conclusiones forzándome a una retractación y, caso de que no accediese, me
declaren en seguida hereje. Con este rayo suelen confundir a todo el que
no se les somete. No hay, ciertamente, otros protegidos míos que de peor
gana reconozcan mis favores, a pesar de serme deudores de grandes
beneficios, pues lisonjeándose con su amor propio puede decirse que
habitan en el tercer cielo, desde cuya altura consideran a los demás
mortales como un ganado despreciable y digno de lástima que se arrastra
sobre la tierra. Se hallan tan fortificados con definiciones magistrales,
conclusiones, corolarios, proposiciones explícitas e implícitas y tan bien
surtidos de subterfugios, que no serían capaces de prenderles ni las
mismas redes de Vulcano, pues lograrían escurrirse a fuerza de estos
distingos que cortan los nudos con la misma facilidad que el acero de
Tenedos; hasta tal punto están provistos de palabras recién acuñadas y de
vocablos prodigiosos. Además son capaces de explicar a su capricho los
misterios más profundos: cómo y por qué fue creado el mundo; por qué
conducto se ha transmitido la mancha del pecado a la descendencia de Adán;
cómo concibió la Virgen a Cristo, en qué medida y cuánto tiempo le llevó
en su seno; y de qué manera en la Eucaristía subsisten los accidentes sin
sustancia.
Pero esto ya es harto manido. Hay otras cuestiones más dignas de los
grandes teólogos, los iluminados, como ellos dicen, las cuales, cuando se
plantean, les llenan de agitación: «¿Existe el verdadero instante de la
generación divina?»; «¿Existen varias filiaciones de Cristo?»; «¿Es
admisible la proposición que dice: «Pater Deus odit filium»; «¿Habría
podido tomar Dios la forma de mujer, de diablo, de asno, de calabaza o de
guijarro?» [102] Y, «una calabaza, ¿cómo hubiera podido predicar, hacer
milagros y ser crucificada?» «Si Pedro hubiese consagrado durante el
tiempo que Cristo permaneció en la cruz, ¿qué habría consagrado?» «¿Se
comerá y se beberá después de la resurrección de la carne?» ¡Como si se
precaviesen ya contra la sed o el hambre!
Hay innumerables sutilezas aún más tenues acerca de las nociones, las
relaciones, las formalidades, las quididades, las acceidades, que se
escapan a la vista y que sólo podrían distinguir ojos como los de Linceo,
cuya mirada veía entre densas tinieblas las cosas que no existen siquiera.
Añadamos aún aquellas sentencias tan paradójicas, que comparadas con
ellas, los oráculos de los estoicos llamados «paradojas» parecen cosa
grosera y propia de charlatanes callejeros. Por ejemplo: «Es un delito
menos grave matar mil hombres que coser en domingo el zapato de un pobre»;
«Es preferible dejar que perezca el mundo con todos sus atalajes, como
suele decirse, a decir una sola mentirijilla».
Estas sutilezas sutilísimas se convierten en doblemente sutiles con
tantos sistemas escolásticos, de suerte que es más fácil salir del
Laberinto que de la confusión de realistas, nominalistas, tomistas,
albertistas, occamistas, escotistas, y aún no he dicho sino unas cuantas
sectas, sólo las principales. En todas ellas es tan profunda la doctrina y
tanta la dificultad, que tengo para mí que los Apóstoles precisarían una
nueva venida del Espíritu Santo si tuvieran que habérselas con estos
teólogos de hoy.
San Pablo pudo ser un admirable defensor de la Fe, pero mostrose poco
magistral al definirla diciendo solamente que «La Fe es el fundamento de
las cosas que se esperan y la convicción de las [103] que no se ven(70)».
Así como practicó la caridad de modo admirable, acreditó ser poco
dialéctico en la división y en la definición que hace de ella en el
capítulo XIII de su primera Epístola a los corintios. Los Apóstoles, que
sin duda consagraban con devoción, si se les hubiera interrogado acerca de
los términos «a quo» y «ad quem», o sobre la Transustanciación, o de cómo
el mismo cuerpo puede a la vez ocupar dos lugares distintos, o de las
diferencias que pueden hallarse en el cuerpo de Cristo, ora cuando está en
el cielo, ora en la cruz, ora en el sacramento de la Eucaristía, o en qué
momento preciso se verifica la Transustanciación -ya que las palabras en
cuya virtud se realiza, como cantidad discreta, se pronuncian
sucesivamente-, no es posible que sus respuestas alcanzasen a la agudeza
de los escotistas en la definición y explicación de todo lo que he dicho.
Conocieron a la Madre de Cristo, pero ¿cuál de ellos hubiera demostrado
tan filosóficamente como nuestros teólogos de qué modo la Virgen fue
preservada del pecado original? Pedro recibió las llaves y las recibió de
Aquel que no las hubiera confiado a indigno, pero no sé, empero, si
entendió y, desde luego, no llegó a la sutileza de saber cómo un hombre
puede llevar las llaves de la Ciencia careciendo en absoluto de ella.
Estos Apóstoles bautizaban por todas partes y, sin embargo, jamás
explicaron la causa formal, material, eficiente y final del bautismo, ni
hay mención alguna de ellos de su carácter deleble e indeleble. Adoraban a
Dios en espíritu, sin atender más que a las palabras del Evangelio: «Dios
es espíritu y en espíritu y en verdad se le debe adorar(71)», pero [104]
no consta que les fuese revelado entonces que se deba adorar del mismo
modo una mala imagen de Cristo pintada con carbón en una pared, a
condición de que tenga dos dedos extendidos, larga cabellera y una aureola
con tres rayas sobre el occipucio. ¿Quién podrá darse cuenta de ello sin
haber pasado por lo menos treinta y seis años estudiando la física y la
metafísica de Aristóteles y Escoto?
Del mismo modo los Apóstoles enseñaron lo que es la gracia, pero
nunca establecen distinción entre la gracia «gratis data» y la gracia
santificante. Exhortaron a hacer buenas obras, pero no discernieron la
obra operante y la obra operada. No cesaron de inculcar la caridad, pero
no separaron la infusa de la adquirida, ni explicaron si era accidente o
sustancia, cosa creada o increada. Aborrecieron el pecado, pero me apuesto
la cabeza a que no supieron definir científicamente qué cosa sea lo que
llamamos pecado, a menos que supongamos quizá que les ilustró el espíritu
de los escotistas.
No puedo inclinarme a creer que San Pablo, según cuya erudición puede
estimarse la de todos los demás, hubiese condenado las cuestiones,
controversias, genealogías y, como él mismo las llama, logomaquias(72), si
hubiese estado versado en tales argucias, sobre todo si se mira que las
disputas y luchas de aquel tiempo eran rústicas y groseras en comparación
con las sutilezas más que crisípeas(73) de nuestros maestros.
Aunque fuesen gente modestísima y quizá algo de lo que escribieron
los Apóstoles sea tosco y poco académico, los teólogos no lo condenan,
sino [105] que lo interpretan con benevolencia, tanto para tributar honor
a la Antigüedad como por deferencia al nombre apostólico. Por Hércules,
hubiera sido poco equitativo pedir a los Apóstoles cosas tan sublimes de
las cuales no oyeron nunca a su Maestro decirles una sola palabra. Pero si
encuentran semejantes expresiones en San Crisóstomo, San Basilio, o San
Jerónimo, entonces se limitan a anotar al margen: «Esto no se admite.»
Los Apóstoles impugnaron a los paganos, a los filósofos y a los
judíos, gente esta última de naturaleza obstinadísima, pero lo hicieron
más por medio de la vida y de los milagros que con silogismos, pues entre
aquellos a quienes se dirigían no había nadie capaz de meterse en la
cabeza un solo « quodlibet» de Escoto. En cambio, hoy, ¿qué hereje o qué
pagano no cedería en seguida ante tan delicadas sutilezas, a no ser que
fuese tan torpe que no pudiera entenderlas, tan irreverente que las
silbase o tan acostumbrado a las mismas añagazas, que en esta lucha
batallaran iguales contra iguales, como mago contra mago? El diestro en
las armas pelearía con otro diestro, de suerte que no se haría otra cosa
que tejer y destejer la tela de Penélope.
En mi opinión, obrarían cuerdamente los cristianos si en lugar de
estas copiosas cohortes de soldados que, con resultado indeciso de mucho
tiempo a esta parte, mandan contra los turcos y los sarracenos, enviasen
allá a los vociferadores escotistas, a los tozudísimos occamistas y a los
invictos albertistas, junto con toda la turba de sofistas, pues creo que
se ofrecería el más chistoso de los combates y una victoria nunca vista.
Pues ¿quién sería tan frío que no le inflamasen sus aguijonazos? ¿Quién
tan estúpido que no le excitasen sus agudezas? ¿Quién tan clarividente que
no le sumergiesen en profundísimas tinieblas? [106] Pero parecerá que os
digo estas cosas por modo de burla. No lo extraño, puesto que entre estos
mismos teólogos los hay más doctos que se asquean de las que llaman
frívolas sutilezas teológicas. Los hay que execran como una especie de
sacrilegio y lo toman a suprema impiedad, que de cosas tan secretas, más
propias para ser adoradas que explicadas, se hable con lengua tan sucia,
se dispute con argumentos tan profanos, se defina con tanta arrogancia y
se mancille la majestad de la divina teología con tan necias y miserables
palabras y opiniones.
Mientras tanto, empero, ellos están satisfechísimos de sí mismos y
aun se aplauden; es más, ocupados de día y de noche con estos lisonjeros
romances, no les queda el menor ocio para hojear siquiera una vez los
Evangelios o las Epístolas de San Pablo. Al tiempo que se entretienen con
estas bromas en sus escuelas, se figuran que la Iglesia universal se
vendría abajo si no le proporcionasen ellos los puntales de sus
silogismos, de la misma manera que, según los poetas, Atlas sostiene el
cielo sobre los hombros.
Ya podéis imaginaros la felicidad que les produce el moldear y
remoldear a capricho, como si fuesen de cera, los pasajes más arcanos de
las Escrituras, el pretender que sus conclusiones, suscritas por algunos
de los de su escuela, sean tenidas por superiores a las leyes de Solón y
dignas de pasar delante de los decretos pontificios; y, como si fuesen
censores del mundo, el obligar a retractarse a quienquiera que no se
conforme ciegamente con sus conclusiones explícitas e implícitas y
decretar como un oráculo que «Esta proposición es escandalosa», «Ésta poco
reverente», «Ésta huele a herética», «Estotra es malsonante», de suerte
que ni el bautismo, ni el Evangelio, ni San Pedro y San Pablo, ni los
Santos Jerónimo [107] o Agustín, ni siquiera Santo Tomás, el más
aristotélico, bastan al cristiano, que ha de ganarse también la aprobación
de los bachilleres, pues tan grande es la sutileza de sus juicios.
¿Quién había de pensar, si esos sabios no lo hubiesen enseñado, que
dejaba de ser cristiano quien supusiese equivaler estas dos frases:
«Bacín, apestas» o «El bacín apesta», o también «Hacer hervir la olla» o
«Hacer hervir a la olla(74)»?. ¿Quién hubiera librado a la Iglesia de tan
grande tiniebla de errores, que sin duda, nadie habría advertido, de no
salir éstos con grandes sellos de la Universidad a denunciarlos? Y harto
felices son al hacerlo.
Además, describen con tanto detalle las cosas del infierno como si
hubiesen pasado muchos años en esta república. Incluso fabrican a capricho
nuevos mundos, añadiendo uno vastísimo y lleno de hermosura para que las
almas de los bienaventurados no echen en falta donde pasear cómodamente,
celebrar banquetes o jugar a la pelota(75).
Y de tal manera estas y otras mil estupideces atiborran e hinchan sus
cabezas que imagino no había de estarlo tanto la de Júpiter cuando para
dar a luz a Minerva pidió su hacha a Vulcano. No os asombréis, pues,
cuando en las reuniones públicas veáis sus venerables cráneos tan
cuidadosamente [108] cubiertos con el birrete, porque de no hacerlo así,
tal vez estallaran.
Con frecuencia yo misma suelo reírme de ellos, cuando considero que
pasan por más teólogos cuanto más bárbara y duramente hablan; balbucean
con tal oscuridad, que nadie sino los tartamudos mismos pueden
comprenderlos, y reputan por conceptos ingeniosos todo lo que el vulgo no
entiende. Dicen que es indigno de las Sagradas Escrituras someterse a las
normas de la gramática. Singular privilegio el de los teólogos si sólo a
ellos estuviera concedido hablar incorrectamente, pero lo tienen que
compartir con muchos míseros remendones.
En fin, se creen semidioses cuando son saludados casi devotamente con
las palabras de « Magister noster», que representa para ellos algo
esotérico, como el «tetragrámmaton» de los judíos. Creen así que aquella
frase debe escribirse con mayúsculas, y si alguno invierte las palabras y
dice: « Noster magister», esto sólo basta para arruinar de un golpe la
majestad del prestigio teológico.



Capítulo LIV
Parecidos en felicidad a éstos son los que se hacen llamar
vulgarmente religiosos y monjes, nombres impropios a más no poder, pues
buena parte de ellos está apartada de la religión, y no hay a quién más se
encuentre por todas partes(76). [109]
No sé quién sería más desdichado que esta gente si no acudiese yo en
su auxilio de mil maneras. Tan aborrecido de todos es este gremio, que el
encontrárselos casualmente por la calle se tiene por cosa de mal agüero,
lo cual no les impide tenerse a sí mismos en alto concepto.
En primer lugar, estiman como suprema perfección estar limpios de
toda clase de conocimientos, tanto, que no saben ni leer. Cuando en la
iglesia cantan con voz asnal los salmos, con ritmo, pero sin sentido,
creen de veras halagar placenteramente los oídos de Dios. Algunos de ellos
explotan ventajosamente los harapos y la suciedad berreando por las
puertas para que les den un trozo de pan, sin dejar posada, carruaje y
barco que no recorran, con grave perjuicio de los demás mendigos. Estos
hombres lisonjeros, con su suciedad, su ignorancia, su rusticidad,
pretenden desvergonzadamente representarnos a los Apóstoles.
¿Habrá algo más chusco sino que todas las cosas las hagan según
preceptos, como si se sujetasen a reglas matemáticas, cuya omisión
significase sacrilegio? Se ha determinado el número de nudos de la
sandalia, el color del cinturón, la forma de los vestidos, de qué género,
forma y clase ha de ser el cíngulo, el corte y tamaño de la cogulla,
cuántos dedos ha de tener de grande la tonsura y las horas que han de
dormir. Pero ¿quién no comprende la desigualdad de esta igualdad, en tan
gran variedad de cuerpos y temperamentos? Pues a causa de estas nimiedades
no sólo tienen en poca estima a los demás, sino que se desprecian entre sí
y aunque han hecho profesión de caridad apostólica, se lanzan a enormes
tremolinas contra los que llevan cinturón distinto del suyo o hábito de
color un poco más oscuro.
Verás también algunos que son tan rígidos observantes, que llevan el
cilicio exteriormente y [110] debajo ropa finísima milesia; otros, al
contrario, llevan debajo lana y encima lino. Algunos evitan el contacto
del dinero, como si se tratase de veneno; pero no, en cambio, el del vino
y el de las mujeres. En resumen, que todo su afán es no hacer nada que
esté acorde con la vida. Su ambición no es imitar a Cristo, sino no
parecerse entre ellos, razón por la cual constituyen una de sus mayores
satisfacciones los apodos: Unos se pavonean llamándose franciscanos, y
dentro de ellos los hay recoletos, menores y mínimos o bulistas; otros se
llaman benedictinos, bernardinos, brigidenses, agustinos, guillermitas y
jacobitas, como si no les bastase el nombre de cristianos. La mayor parte
de ellos conceden tanta importancia a sus ceremonias y tradicioncillas,
que piensan que el Paraíso no es bastante recompensa para tanto
merecimiento, sin tener en cuenta que Cristo, despreciando todo esto,
solamente les exigirá su precepto de la caridad.
El uno hará ostentación de no haber comido nunca más que pescado; el
otro volcará cien azumbres de salmos; el de más allá enumerará sus mil
ayunos, correspondientes a otros tantos días en que no ha hecho más que
una comida, pero con esta sola habrá cargado el estómago casi hasta
reventar; aquél exhibirá un montón de ceremonias que siete barcos no
serían suficientes para transportar; quién se gloriará de que en sesenta
años no rozaron sus manos una moneda de plata, sin llevarlas doblemente
enguantadas; otro presentará su cogulla tan sucia y grasienta, que no se
atrevería a ponérsela ni un marinero. Otro recordará que durante más de
once lustros vivió como una esponja sin moverse del sitio; otro mostrará
su ronquera a causa de cantar; otro dirá que, a consecuencia de la
soledad, se ha embrutecido; otro achacará la torpeza de su lengua al
silencio. [111]
Pero Cristo, cuando vea que no lleva traza de acabar esta lista de
méritos, les interrumpirá exclamando: «¿De dónde ha salido esta nueva
casta de judíos? En verdad os digo que yo no conozco más que mi ley, y es
la única cosa de que no he oído ni una palabra. En aquel tiempo, prometí
de modo manifiesto y sin cobertura de parábola alguna, el reino de mi
Padre, no a las cogullas, ni a los votos, ni a los ayunos, sino a las
obras de caridad. No reconozco a los que estiman tanto sus propios méritos
y quieren pasar todavía por mejores que Yo. Vayan, si quieren, al paraíso
de los abraxistas(77), o que les concedan uno de estos nuevos cielos que
han inventado, ya que antepusieron sus despreciables tradiciones a mis
mandamientos.» Cuando escuchen todo esto y contemplen que lo marinos y los
cocheros son preferidos a ellos, ¡con qué cara se mirarán unos a otros!...
Pero mientras tanto, les hago dichosos gracias a la esperanza que reciben
de mí.
Aunque estén apartados del siglo, nadie se atreve a despreciar a esta
gente, sobre todo si se trata de los mendicantes, porque gracias a la
confesión están al tanto de todos los secretos. Tienen por ilícito
descubrirlos, fuera de cuando beben y quieren deleitarse con historietas
ligeras; entonces los cuentan dando indicios de la realidad, pero callando
los nombres. Si alguien molesta a alguno de estos zánganos, se dan por
agraviados en el púlpito, aludiéndole en el sermón con ciertas indirectas
que sólo dejaría de comprender quien fuese [112] rematadamente tonto. No
dejan de ladrar hasta que les echan a las fauces su torta de miel.
Ved si hay comediante o sacamuelas que pueda compararse con estos
retoricastros que imitan risible pero taimadamente en sus sermones las
reglas del arte de la elocuencia que fijaron los maestros. ¡Oh dioses
inmortales, cómo gesticulan cómo cambian mañosamente la voz, qué tonillo,
cómo se pavonean, cómo se vuelven ahora a una parte y luego a otra del
auditorio, qué gritos! Esta manera de predicar se la enseña directamente
un frailecico a otro con tanto misterio, que yo no he podido
desentrañarla, pero por indicios diré algo de ella.
En primer lugar, hacen una invocación, lo cual han tomado de los
poetas luego, como exordio, si van a hablar de la caridad, comienzan con
el Nilo de Egipto; si de los misterios de la Cruz dan feliz comienzo a la
peroración con Bel, el dragón de Babilonia si se refieren al ayuno,
empiezan por los doce signos del Zodiaco, y si de la Fe, principian con
interminable introducción acerca de la cuadratura del círculo.
Yo misma oí una vez a un eminente sandio, he querido decir sabio, que
en un sermón muy señalado tenía que explicar el misterio de la Santísima
Trinidad, y, queriendo dar prueba de que su erudición era notable y
halagar las orejas de los teólogos, embocó un camino nuevo: Discurrir
sobre las letras, las sílabas y las partes de la oración y después sobre
la concordancia del sujeto con el verbo y del adjetivo con el sustantivo.
Muchos de los oyentes estaban asombrados y algunos musitaban aquel dicho
de Horacio: «¿A qué viene tanta monserga(78)?». De allí vino a deducir que
la imagen entera de la Trinidad se halla manifiestamente [113] significada
por los rudimentos de la gramática, de suerte que matemático alguno no
daría más exacta representación de ella con sus figuras. Durante ocho
meses estuvo este gran teólogo sudando para componer su sermón y hoy está
más ciego que un topo, porque toda la sutileza del ingenio se le subió a
la cúspide del talento y a pesar de todo, no le entristece mucho la
ceguera y supone que la gloria le ha salido barata.
También oí a un octogenario tan profundo teólogo, que en él habrías
dicho que estaba Escoto redivivo. Para explicar el misterio de la palabra
Jesús, demostró con sutileza admirable que en las letras de este nombre se
encierra todo cuanto pueda decirse de Él. En efecto, como únicamente tiene
tres casos de declinación, es evidente símbolo de la Santísima Trinidad.
Además, como la primera terminación es Jesús en «s»; la segunda Jesum en
«m», y la tercera Jesu «u», dedúcese de esto el inefable misterio que se
encierra en ello, porque cada una de estas letras nos dice que Jesús es lo
sumo, lo medio y lo último.
Pero aún quedaba un misterio más recóndito en todo esto: Dividió
matemáticamente la palabra Jesús en dos partes iguales, quitando la «s»
que está en su centro; dijo luego que a esta letra los hebreos la llamaban
«syn», que «syn» significa en escocés, según creo, «pecado» y que, por
tanto, bien claramente se demostraba que Jesús quitaba los pecados del
mundo. Esta demostración tan nueva los dejó a todos con la boca abierta de
admiración, pero muy especialmente a los teólogos, que a poco quedan
convertidos en piedra, como le sucedió a Niobe, y en cuanto a mí, me dio
tal risa, que por poco me ocurre lo que a aquel Príapo de madera de
higuera, que tuvo la desdicha de ser testigo de los nocturnos sortilegios
de Canidia y [114] Sagana(79). Y en verdad que hubiera habido motivo,
porque, ¿cuándo se ha visto proposición semejante en Demóstenes el griego
en el latino Cicerón? Tenían éstos por inadecuado todo exordio extraño al
asunto, advertencia que guardan, sin otra maestra que la naturaleza, hasta
los porqueros. Pero éstos creen que sus preámbulos, que así los llaman,
han de ser más sublimente retóricos porque no tengan relación alguna con
el resto de la peroración, de modo que el oyente, maravillado, murmure
para sí: «¿Adónde irá a parar con todo esto(80)?».
El tercer aspecto es que si citan del Evangelio, lo comenten aprisa y
corriendo, cuando en realidad debiera tratarse sólo de ello. El cuarto
aspecto, cambiando de casaca, es que aborden una cuestión teológica, que a
veces nada tiene que ver con el cielo ni con la tierra, cosa que ellos,
sin embargo, consideran artística. Aquí ponen un teológico entrecejo y
llenan los oídos repitiendo los nombres magníficos de doctores solemnes,
doctores sutiles, doctores sutilísimos, doctores seráficos, doctores
querubíneos, doctores santos y doctores irrefragables. Entonces viene el
arrojar al vulgo ignaro silogismos mayores, menores, conclusiones,
corolarios, suposiciones tontas y otras necedades superescolásticas. Queda
aún el quinto aspecto, que es aquel en que al orador le conviene mostrarse
consumado maestro. Para ello refieren alguna fábula estúpida y vulgar
extraída del Speculum historiale o de las Gesta romanorum(81) y la
interpretan alegórica, tropológica y anagógicamente. [115] Y de este modo
rematan su monstruo, al cual no se acercó ni Horacio cuando escribió
aquello de « Humano capiti», etc(82).
Oyeron decir a no sé quién que convenía que el comienzo de la oración
fuese tranquilo y nada estrepitoso y, de esta suerte, comienzan los
exordios sin oírse ni a sí mismos, como si se propusieran que nadie
entienda lo que dicen. Oyeron también que había que usar exclamaciones
para atraerse los ánimos, y por ello de repente levantan la voz a un
furioso clamor, aunque ninguna falta haga. Lo que sí la haría sería el
eléboro, pero no conseguirás nada por mucho que clames aconsejándoselo.
Oyeron asimismo que es preciso que el sermón vaya caldeándose
progresivamente, y por ello, después de haber recitado normalmente el
principio de cada parte, de repente se valen de un prodigioso chorro de
voz, aunque el asunto sea de lo más trivial, y así acaban como si hubiesen
perdido el aliento. Por último, aprendieron de los retóricos a acudir a la
risa, y por ello tratan de desparramar algunos chistes que, ¡oh amada
Afrodita!, están tan llenos de gracia y tan en su sitio como el asno
tocando la lira.
A veces son mordaces, pero de tal modo, que en vez de herir hacen
cosquillas y nunca son más aduladores que cuando quieren que pase porque
hablan con el corazón en la mano.
En suma, que toda su actuación es tal, que se juraría que han
aprendido de los charlatanes de mercado, que les son muy superiores,
aunque son ambos tan afines que nadie podría aclarar si éstos han enseñado
su retórica a aquéllos, o aquéllos a éstos. [115]
Y, sin embargo, se encuentra gente, gracias a mí, que, al oírles,
cree escuchar a verdaderos Demóstenes y Cicerones. Entre ellos sobresalen
los mercaderes y las mujercillas, a quienes se esfuerzan más en agradar,
porque si la adulación es oportuna, suelen compartir con ellos algunas
migajas de sus bienes mal adquiridos. Las mujeres, entre otras muchas
razones, favorecen a los frailes porque suelen confiar a su seno las
quejas que tienen contra sus maridos.
Comprendéis perfectamente cuánto me deben estos hombres que con sus
ridículas ceremonias, sus gritos y sus necedades, ejercen una especie de
despotismo entre los mortales y se creen unos San Pablo y San Antonio.



Capítulo LV
Pero dejemos ya en buena hora a estos histriones; son tan ingratos
disimulando los beneficios que de mí reciben como deshonestos al fingir
devoción.
Hace ya rato que deseaba deciros algunas palabras sobre los reyes y
los príncipes que me rinden sincero culto, y voy a exponeros este asunto
con la libertad de toda persona libre. Si alguno de éstos tuviera sólo
media onza de sentido común, ¿habría existencia más triste y más
merecedora de ser rehuida que la suya? En verdad que no creerían que
valiese la pena de adquirir el poder por una traición o un parricidio, ya
que es una carga inmensa la que se echa sobre los hombros quien quiere
proceder como verdadero rey. El que toma las riendas del gobierno no debe
ocuparse en sus asuntos propios, sino en los públicos; debe únicamente
interesarse por el interés general, no apartarse ni lo ancho de un dedo de
las leyes que él ha promulgado [117] y de las que es ejecutor, y responder
de la integridad de todos los funcionarios y magistrados. Expuesto a las
miradas del pueblo, puede ser como un astro benéfico que procura la máxima
dicha de sus súbditos, o como maléfica estrella que acumula los mayores
descalabros. Los vicios de los demás ni se advierten ni se divulgan tan
vastamente, pero él está en posición tal, que si en algo se aparta de la
honestidad, ello se extiende a muchedumbre de personas como funesta peste.
Los reyes están, además, tan expuestos por su sino a encontrar al paso mil
cosas que les suelen desviar de la rectitud, como son placeres,
independencia, adulación y lujo, que han de agravar la vigilancia y
redoblar el esfuerzo para mantenerse al margen de ellos y no dejar,
engañados, de cumplir con el deber. En suma, para no hablar de asechanzas,
odio y otros peligros y temores, sobre sus cabezas hay otro Rey verdadero
que les pide estrecha cuenta de sus más pequeñas acciones con tanto mayor
severidad cuanto más grande haya sido su poderío.
Si reflexionase sobre estas cosas, y muchas más del mismo orden, y
reflexionaría, si fuese sensato, no tendría sueño ni banquete deleitable.
Pero con mi ayuda dejan en manos de los dioses todos esos cuidados, no se
ocupan sino en vivir muellemente y sólo dejan llegar a sus oídos a quienes
saben hablar de cosas divertidas para que no sea turbado por un momento su
ánimo. Se imaginan que cumplen intachablemente el deber real con cazar
constantemente, tener hermosos caballos, vender en beneficio propio los
cargos y las magistraturas y aplicarse a encontrar medios nuevos de
apoderarse del dinero de los vasallos y llevarlo a su tesoro. Así, para
cubrir con la máscara de la justicia sus iniquidades, resucitan viejos
títulos y de cuando en cuando añaden algún halago al pueblo para tenerlo
en su favor. [118]
Imaginaos un hombre como son a veces los reyes, desconocedor de las
leyes, enemigo, o poco menos, del bien público, atento a su provecho, dado
a los placeres, hostil al saber, a la libertad y a la verdad;
desinteresado por completo del bienestar de su Estado y que lo mide todo a
tenor de sus caprichos y liviandades. Si se le coloca collar de oro,
emblema de la coherencia de todas las virtudes; enjoyada corona, que
represente que debe sobrepasar a todo el mundo por el brillo de sus
acciones; el cetro, símbolo de justicia y de rectitud de ánimo, y, en fin,
el manto de púrpura, insignia de vivo amor a su pueblo y el monarca
confronta lo que representan estas insignias y su verdadera conducta, yo
os digo que habrían de abochornarle tales atributos y viviría en el temor
de que algún malicioso hiciese burla y risa de todo ese aparato teatral.



Capítulo LVI
¿Qué he de recordaros de los cortesanos? Nada hay más servil, más
rastrero, más necio y más despreciable que muchos de ellos y se tienen por
los primeros en todo. Solamente en una cosa son modestos: se contentan con
cubrirse de oropel, de pedrería, de púrpura y las demás insignias de la
virtud y la sabiduría, dejando a los otros poner en práctica estas
cualidades. Son felices pudiendo llamar al rey «señor», saludar
debidamente, saber usar los tratamientos de «Serenidad», «Majestad», o
«Excelencia», tener siempre expresión imperturbable y jocosidad aduladora,
pues éstas son artes convenientes a los cortesanos y a los nobles. Pero si
nos fijamos de más cerca en su manera de vivir, no son sino unos
verdaderos feacios y vanos pretendientes de Penélope, y... ya sabéis lo
que [119] falta del verso(83), puesto que Eco os lo podrá repetir mejor
que yo. Duermen hasta mediodía; casi acostados aún, oyen la misa que de
prisa y corriendo les dice el capellán que tienen a sueldo; en seguida
desayunan y, apenas han terminado, ya piden la comida; luego se
entretienen con los dados, el ajedrez, los juegos de azar, las bufonadas,
los cómicos, las mujeres galantes, las chocarrerías y los chistes y de
cuando en cuando toman un tentempié. Llega luego la cena y tras ella las
libaciones, y, ¡por Jove, que no son pocas! Y de esta manera, libres del
menor cansancio de la vida, pasan las horas, los días, los meses, los años
y los siglos. Yo misma, al contemplar en ciertas ocasiones a estos
vanidosos, siento náuseas, principalmente cuando entre esos fanfarrones
veo a una ninfa que se cree más próxima a los dioses cuanto más larga es
la cola que arrastra, o esos próceres que se abren paso a codazos, para
situarse más cerca de Júpiter, y, en fin, esa serie de individuos cuyo
engreimiento crece conforme al peso de la cadena que llevan al cuello,
ostentando no sólo opulencia, sino vigor físico.



Capítulo LVII
Los pontífices, cardenales y obispos, sucesores de los Apóstoles,
imitan de tiempo inmemorial la conducta de los príncipes y casi les llevan
ventaja. Pero si alguno reflexionase que su vestidura de lino de níveo
blancor simboliza una vida inmaculada, que la mitra bicorne, cuyas puntas
están unidas por un lazo, representa la ciencia absoluta del [120] Antiguo
y del Nuevo Testamento; que los guantes que cubren sus manos le indican
que deben estar protegidas del contacto de las humanas cosas e inmaculadas
para administrar los Sacramentos; que el báculo es insignia de vigilancia
diligentísima para con la grey que se le ha confiado; que el pectoral que
pende de su pecho representa la victoria de las virtudes sobre las
pasiones; si uno de éstos, digo, meditase sobre todo ello, ¿no viviría
lleno de tristeza e inquietud? Pero nuestros prelados de hoy tienen
bastante con ser pastores de sí mismos y confían el cuidado de sus ovejas
o a Cristo, o a los frailes y vicarios. No recuerdan que la palabra
«obispo» quiere decir, trabajo, vigilancia y solicitud. Sólo si se trata
de coger dinero se sienten verdaderamente obispos y no se les embota la
vista(84).



Capítulo LVIII
De la misma manera si los cardenales reflexionasen que son sucesores
de los Apóstoles y que deben guardar la misma conducta que éstos
observaron; que no son dueños, sino administradores de los bienes
espirituales, de todos los cuales han de dar pronto exacta cuenta; si
filosofasen un poco sobre sus vestiduras y reflexionasen: «Este albo
sobrepelliz, ¿no representa la pureza de costumbres? Este manto de
púrpura, ¿no simboliza el ardentísimo amor a Dios? Esta capa tan amplia
que cubre completamente la mula de Su Reverencia y que bien pudiera tapar
a un camello, ¿no significa extensísima caridad que debe llegar a ayudar a
todos, es decir, a enseñar, exhortar, consolar, reprender, [121]
amonestar, evitar las guerras, resistir a los malos príncipes derramando
para ello no sólo las riquezas, sino la propia sangre en beneficio del
rebaño de Cristo? Además, ¿se precisan las riquezas para imitar a los
Apóstoles en su existencia?» Si todo esto recordasen, no ambicionarían tal
posición y dejándola de buen grado, llevarían vida laboriosa y prudente,
como fue la de los discípulos de Jesús.



Capítulo LIX
Si los Sumos Pontífices, que hacen las veces de Cristo en la Tierra
se esforzaran en imitar su vida, su pobreza, trabajos, doctrina, su cruz y
desprecio del mundo; si pensasen en que el nombre de «Papa» quiere decir
«Padre» y advirtieran el título de «Santísimo», ¿quién habría tan
desdichado como ellos? ¿Quién querría alcanzar este honor a tal precio y
conservarlo por medio de la espada, el veneno y todo género de violencias?
¡Cómo tendrían que privarse de sus placeres si alguna vez se adueñase de
ellos la sabiduría...! ¿He dicho la sabiduría? Sería suficiente un granito
de sal, según recuerda Cristo. ¡Tantas riquezas honores, triunfos, poder,
cargos, indulgencias, tributos, caballos, mulos, escoltas y comodidades!
Ya veis cuántas vigilias, cuánto trabajo y cuánta riqueza he resumido en
pocas palabras. Todo esto habrían de trocarlo por vigilias, ayunos,
lágrimas, preces, sermones, estudios, penitencias y otras mil pesadumbres.
Pero no hay que olvidar lo que sería entonces de tantos escribanos,
copistas, notarios, abogados, promotores, secretarios, muleros,
caballerizos, recaudadores, proxenetas, y alguno más vergonzoso agregaría,
pero temo que resulte ofensivo para el oído. En suma, tan ingente
muchedumbre onerosa, me he equivocado, he querido decir honrosa, para
[122] la Sede romana, se vería reducida al hombre, y esto, verdaderamente,
sería cruel y abominable; pero todavía sería más aborrecible que los
supremos príncipes de la Iglesia y lumbreras del mundo volvieran al cayado
y al zurrón.
En nuestros días todo lo que significa sacrificio se lo encomiendan a
San Pedro y San Pablo, a los que les sobra tiempo para ello, pero si algo
hay que signifique esplendor y regalo, lo guardan para sí. Y así, merced a
mi cuidado, no hay hombres que lleven vida más voluptuosa y menos
sobresaltada, a fuer de convencidos de que Cristo está satisfecho de su
sagrada y casi escénica, de esas ceremonias, de los títulos de «Beatitud,
Reverencia y Santidad», y de cómo actúan de obispos repartiendo anatemas y
bendiciones.
Hacer milagros es antiguo, pasado de moda e impropio de nuestro
tiempo, enseñar al pueblo es penoso, interpretar las Sagradas Escrituras
es cosa de escolásticos; rezar es ocioso; llorar es de pobres y de
mujeres, la pobreza es sórdida y el obedecer es vergonzoso y poco digno de
quienes apenas conceden a los reyes más poderosos el honor de besar sus
santos pies; morir es espantoso y la crucifixión infamante.
Las únicas armas que les quedan hoy son esas dulces bendiciones de
que habla San Pablo(85) y que ellos prodigan benignamente, y las
interdicciones, suspensiones, agravaciones, anatemas, pinturas odiosas(86)
y ese terrible rayo que con solo su fulgor precipita las almas de los
mortales más allá del Tártaro. Los Santísimos Padres en Cristo, vicarios
suyos en la Tierra, a nadie apremian con más vigor que a quienes, tentados
por Satanás, osan aminorar y menoscabar el patrimonio de San [123] Pedro,
pues aunque este Apóstol dijo en el Evangelio: «Todo lo hemos dejado para
seguirte(87)», se reúnen bajo el nombre de Patrimonio de San Pedro
tierras, ciudades, tributos y señoríos. Encendidos de amor a Cristo,
combaten con el fuego y con el hierro, no sin derramar sangre cristiana a
mares, entendiendo que así defienden apostólicamente a la Iglesia, esposa
de Cristo, cuando han exterminado sin piedad a los que llaman sus
enemigos. ¡Cómo si hubiese peores enemigos de la Iglesia que esos
pontífices impíos que con su silencio coadyuvan a abolir a Cristo, en
tanto que alcahuetean con su ley, la adulteran con caprichosas
interpretaciones y le crucifican con su conducta infame!
Pero aduciendo que la Iglesia cristiana fue fundada con sangre,
cimentada con sangre y con sangre engrandecida, resuélvenlo todo a punta
de espada, como si no estuviera Cristo para proteger a los suyos, según
es, propio de Él, Aunque la guerra es tan cruel, que más conviene a las
fieras que a los hombres; tan insensata, que los poetas la representan
como inspirada por las Furias; tan funesta, que trae consigo la ruina de
las públicas costumbres; tan injusta, que los criminales más depravados
son los que mejor la practican, y tan impía, que no guarda el menor nexo
con Cristo, los Papas lo olvidan para practicarla(88). Por eso vemos a
ancianos decrépitos que demuestran un ardor juvenil y no les arredran los
gastos, no les rinde la fatiga, ni nada les detiene para trastornar leyes,
religión, paz y todas las cosas humanas. Además, no [124] les faltan
aduladores cultos que den a esta manifiesta insensatez el nombre de celo,
piedad y valor, pensando que sea posible esgrimir el hierro homicida y
hundirlo en las entrañas de sus hermanos sin perjuicio de la caridad
perfecta, la cual, según el precepto de Cristo, debe todo cristiano a su
prójimo.



Capítulo LX
No sé si con estas cosas dieron ejemplo, o quizá lo tomaron, a
ciertos obispos alemanes que, renunciando por completo al culto,
bendiciones y ceremonias, viven como verdaderos sátrapas, creyendo que es
una cobardía indigna de un obispo entregar el alma a Dios como no sea en
un campo de batalla. Y la masa de los sacerdotes cree pecaminoso desdecir
de la santidad de sus prelados, y así, ¡vive Dios!, con cuán belicoso
ardor les vemos luchar defendiendo sus diezmos con espadas, dardos,
piedras y toda clase de armas. ¡Qué vista ton aguda tienen para extraer de
los viejos escritos algo que aterre a las gentes sencillas y las convenza
de que deben pagar algo más que el diezmo! Pero no, mientras tanto, no les
viene a la mente lo mucho que por todas partes aparece escrito acerca de
la obligación que tienen de proteger al pueblo. Su tonsura ni siquiera les
recuerda que deben estar exentos de las ambiciones de este mundo y pensar
sólo en las cosas del cielo. Pero a fuer de gente de buena condición,
creen cumplir perfectamente con sus deberes rezongando las oraciones de
cualquier modo, y hay que preguntarse, ¡por Hércules!, si Dios les oye o
les entiende, ya que ellos mismos casi ni oyen ni comprenden, a pesar de
que las relinchan a voz en cuello.
Una cosa tienen, empero, en común, los sacerdotes y los laicos, que
es que todos vigilan la prosperidad [125] de sus ingresos y no ignoran
ninguna de las leyes referentes a ellos, pero si se trata de alguna carga,
la echan hábilmente sobre las espaldas ajenas y la vuelven a otros como si
fuera una pelota. Así como los príncipes delegan los asuntos de la
administración en sus ministros y éstos en los suyos, de la misma manera
los sacerdotes, por modestia, dejan al pueblo las atenciones devotas. El
pueblo las encomienda sobre los que llama eclesiásticos, como si él nada
tuviera que ver con la Iglesia y como si nada significasen los votos
bautismales; a su vez, los sacerdotes que se llaman seculares, como si
estuviesen iniciados para el mundo y no para Cristo, descargan su
obligación sobre los regulares; los regulares sobre los frailes; los
frailes de ancha conciencia sobre los más rigurosos; todos ellos, a la
vez, sobre las órdenes mendicantes, y éstas sobre los cartujos, entre
quienes dicen se oculta la devoción, y tan oculta está, que apenas
aparece.
De la misma manera, los pontífices, diligentísimos para amontonar
dinero, delegan en los obispos los menesteres demasiado apostólicos; los
obispos, en los párrocos; los párrocos, en los vicarios; los vicarios, en
los monjes mendicantes y, por fin, éstos lo confían a quienes se ocupan de
trasquilar la lana de las ovejas.
Conste que no está en mi ánimo el escudriñar la vida de los
pontífices y de los sacerdotes, para que no crea alguien que en vez de
estar recitando un elogio, urdo una sátira, ni suponga nadie que censuro a
los príncipes buenos y, en cambio, alabo a los infames.
Lo que llevo tratado en pocas palabras tiene por objeto demostrar que
ningún hombre puede vivir dichoso si no está iniciado en mis misterios y
no le concedo protección. [126]



Capítulo LXI
¿Y cómo puede ser de otro modo, si esta Némesis que siembra la dicha
entre los hombres, está de acuerdo conmigo de tal modo que siempre ha sido
irreconciliable enemiga de los sabios, y, por el contrario, a los estultos
les colma de beneficios hasta cuando duermen? Sin duda recordáis a
Timoteo, que dio origen a este nombre y a la frase «Durmiendo llena la
red»; también sabréis el refrán que dice: «La lechuza es funesta(89)», y
viene a propósito para los sabios lo que se dice de: «Ha nacido con mala
estrella(90)». Pero dejémonos de refranear para que no parezca que estoy
entrando a saco en los comentarios de mi querido Erasmo, y volvamos a lo
nuestro.
La Fortuna ama a las personas poco sensatas, a los audaces, a los que
se complacen en decir: «Todo me lo juego a una carta». La sabiduría hace a
las personas tímidas, por lo cual veis fácilmente a los sabios en la
pobreza, en la estrechez y en la oscuridad, despreciados, desconocidos y
olvidados. En tanto a los estultos afluye el dinero, tienen en las manos
la gobernación del Estado y, en fin, prosperan de todos modos. Pues si
alguno cifra la felicidad en ser grato a los príncipes y en moverse en el
trato de estos mis dioses enjoyados, ¿habrá cosa que le sea más inútil que
la sabiduría y que más reprobada esté por tal género de personas? Si se
trata de obtener riquezas, ¿qué lucro podrá hacer el comerciante que,
siguiendo los dictados de la sabiduría, se encalle en un perjurio, se
sonroje si le sorprenden en mentira y comparta en lo más pequeño [127] los
escrúpulos de los sabios ante los hurtos y la usura? Poco será, sin duda.
Por lo mismo, quienquiera que ambicione honores y riquezas eclesiásticos,
llegará a ellos antes más bien como asno o como buey que como sabio. Si
perseguís el placer, las muchachas protagonistas de esta comedia son
enteramente devotas de los estultos y se horrorizan y huyen del sabio como
del escorpión. En suma, quien se dispone a vivir con un poco de alegría y
optimismo, empieza por excluir de su compañía al sabio y prefiere admitir
a cualquier otro animal.
En resumen, adondequiera que vuelvas los ojos, entre pontífices,
príncipes, jueces, magistrados, amigos, enemigos, mayores o menores, todos
se desviven por los bienes materiales, los cuales, como el sabio los
desprecia, es lógico que acostumbren con fijeza a huir de él.
Aunque mis alabanzas no tienen freno ni fin, es preciso que la
declamación acabe alguna vez. Así, pues, voy a terminar, pero antes
demostraré en pocas palabras que no faltan graves autores que me han
celebrado tanto de palabra como de obra, para que así no parezca que me
envanezco estúpidamente y los leguleyos no me calumnien diciendo que no
alego nada en mi apoyo. A ejemplo de éstos, traeré alegatos que no tengan
nada que ver con el tema.



Capítulo LXII
Todo el mundo sabe un popular proverbio que: «Dime de lo que alardeas
y te diré de lo que careces». Por ello se enseña acertadamente a los niños
que «Fingir estulticia oportunamente es el colmo de la sabiduría». Ya
veis, pues, vosotros mismos cuán grande sea la virtud de la Estulticia,
que hasta su engañosa imagen e imitación merecen tanta estima de los
sabios. Aquel lustroso y orondo cerdo [128] de la piara de Epicuro(91)
aconseja con la mayor franqueza que se mezcle «la sandez con el buen
juicio(92)», y añade, no con mucho acierto, que éste se haga sólo en
pequeña proporción. En otro lugar dice: «Amable cosa es tontear en su
momento» y agrega más adelante que «preferible es pasar por insensato y
bobo a ser sabio y rechinar de dientes(93)». Homero, que de tantas maneras
elogió a Telémaco, le llama algunas veces «tontuelo», nombre con que los
autores trágicos llamaban a los niños y a los jóvenes, por considerarlo de
buen augurio. ¿Qué contiene el divino poema de la Ilíada sino las pasiones
de reyes y pueblos estultos? Además, ¿qué elogio más rotundo que el de
Cicerón cuando dijo: «El mundo está lleno de estultos(94)»?. ¿Y quién
ignora que es tanto mayor el bien cuanto más extenso?



Capítulo LXIII
Como acaso éstos gocen de poca autoridad entre los cristianos, voy,
si os place, al testimonio de las Sagradas Escrituras, según es costumbre
de personas eruditas, para apoyar y fundar mis alabanzas. Solicitaremos
primero el permiso de los teólogos, y luego entraremos en la ardua tarea.
Quizá no sería discreto llamar a las Musas del Helicón por segunda vez
para camino tan largo, siéndoles, además, la materia ajena. Así, como voy
a hacer de teólogo y entrar en este laberinto, será mejor que el espíritu
de Escoto abandone un instante la Sorbona y se traslade a mi pecho; luego
este tal, más [129] espinoso que un puerco espín y un erizo, podrá irse
adonde se le antoje, aunque sea al cuerno. ¡Ojalá pudiese cambiar de
rostro y vestir traje teológico! Porque estoy temiendo que alguien al
verme tan profundo saber teológico me acuse de hurto, como si hubiera
registrado a escondidas los papeles de nuestros maestros, aunque ello a
nadie debe asombrar, pues para eso he vivido mucho tiempo con ellos en la
intimidad y así he adquirido algo de su ciencia, al modo que Príapo, el
dios de madera de higuera, llegó, en fuerza de escuchar a su dueño cuando
leía, a observar y retener algunas palabras griegas; y el gallo de
Luciano, tras largo trato de los hombres, pudo hablarles con agilidad. En
fin, vamos a entrar en materia, en buena hora.
Está escrito en el Eclesiastés, capítulo primero, lo siguiente:
«Infinito es el número de los tontos». Siendo este número infinito, ¿no
indica el común de los hombres, exceptuando un pequeñísimo número de ellos
que no sé si nadie podrá apreciar? Jeremías lo declara de modo más
explícito, cuando dice, en el capítulo X: «Estulto se ha vuelto el hombre
a causa de su misma sabiduría». Atribuye este profeta la sabiduría a Dios
y deja para los hombres la estulticia, pues poco antes había dicho
también: «No se glorifique el hombre de su saber». ¿Por qué, excelente
Jeremías, no quieres que el hombre se pague de sabiduría? «Pues
-respondería él-, porque no tiene tal sabiduría».
Volvamos al Eclesiastés. Cuando allí se exclama: «Vanidad de
vanidades y todo vanidad», ¿qué se entiende sino, según dijimos, que la
vida humana no es otra cosa que la comedia de la Estulticia? Así se
aprueba la frase de Cicerón, por la cual es justísimamente ensalzado y que
poco ha mencionamos: «Todo está lleno de locos». Y estas otras sabias
palabras del Eclesiastés: «El estulto es variable como la Luna y el sabio
permanece como el [130] sol», lo que indica que todos los hombres son
estultos y que sólo a Dios está reservado el nombre de sabio, porque la
Luna representa la humana naturaleza, y el Sol, manantial de toda luz, a
Dios.
Hay que añadir a esto que el mismo Cristo en el Evangelio dice que
nadie puede llamarse bueno más que Dios(95), y, por tanto, si, según
testimonio de los estoicos, el que no es sabio es estulto, y el bueno es
también sabio, es preciso deducir que la estulticia abraza a todos los
mortales.
Afirma Salomón en el capítulo XV que: «La estulticia es la alegría
del estulto», o, lo que es lo mismo, manifiesta claramente que sin esta
sandez nada hay grato en la existencia. A lo mismo se refiere el
pensamiento siguiente: «Quien añade ciencia añade dolor y en el mucho
entendimiento hay mucho sufrimiento». El mismo egregio predicador
manifiesta lo propio en el capítulo VII: «En el corazón de los sabios
reside la tristeza y en el de los estultos la alegría». Y quizá por esto
no se contentó con conocer la sabiduría, sino que quiso también tratarme a
mí. Por si en ello no me dais crédito, ved sus palabras en el capítulo
primero: «Dediqué mi corazón a conocer la prudencia y la sabiduría, los
errores y la estulticia». Fijándose bien en este pasaje se ha de
comprender como alabanza para la sandez, ya que el autor la puso en último
lugar y el Eclesiastés dice, y ya sabéis que tal es el ceremonial de la
Iglesia, que el primero por su mayor dignidad ha de ser el último,
recordando fielmente el precepto evangélico.
Que la estulticia es superior a la sabiduría, el autor del
Eclesiastés, sea el que fuere, lo demuestra claramente en el capítulo
XLIV, cuyas palabras, ¡por Hércules!, no quiero citar sin antes
preguntaros, para que con vuestra respuesta me ayudéis [131] en la
introducción, como hacen en Platón los que discuten con Sócrates, ¿Qué es
lo que debe guardarse mejor, las cosas raras y valiosas o las vulgares y
viles? ¿Os calláis? Aunque disimuléis, responderá por vosotros el adagio
griego que dice: «Dejad el cántaro a la puerta». Y nadie lo rechace
temerariamente, porque lo cita Aristóteles(96), el dios de nuestros
maestros. ¿Hay alguno de vosotros bastante estulto que deje en la calle
las joyas y el dinero? Me parece que no, ¡por Hércules! Los escondéis en
el sitio más recóndito, y más aún en el rincón más secreto de fortísimos
cofres, en tanto que lo que no vale nada lo dejáis a la vista; luego si lo
que tiene valor se guarda recóndito y lo vil se deja expuesto, es evidente
que la sabiduría, que se prohíbe esconder, es inferior a la estulticia,
que se aconseja ocultar. Observad el testimonio de las palabras literales:
«Más vale el hombre que oculta su estulticia que el que esconde su
sabiduría(97).
A más, las Sagradas Escrituras otorgan al estulto la pureza de alma y
se la niegan al sabio, porque éste no considera a nadie igual a él. Así
interpreto lo que el Eclesiastés dice, en su capítulo X: «El estulto, como
es insensato, piensa que todos los que encuentra en el camino son
estúpidos como él». ¿Y no es sin par pureza de alma igualar a todos los
hombres consigo mismo y reconocer en ellos, a pesar de que cada individuo
se tenga en gran opinión, que son de tu mismo mérito? Por eso tan gran rey
no se avergonzó nunca del dictado de estulto y dijo en el capítulo XXX:
«Yo soy el más estulto de todos los hombres». Y San Pablo, el doctor [132]
de los gentiles, escribiendo a los corintios, acepta de buen grado el
título de estulto: «Hablo a lo necio -exclama- porque soy más que nadie»,
como si fuese deshonroso que nadie le aventajase en tontería.
Pero salen a atajar lo que voy diciendo algunos de esos helenistas
que están siempre acechando a los teólogos, con cien ojos y luego con sus
anotaciones, como si fuesen humoradas, ofuscan a los demás, de cuyo
gremio, mi querido Erasmo, a quien con frecuencia nombro para honrarle, si
no es el alfa es la beta. « ¡Donosa cita -exclamarán-, verdaderamente
digna de la Estulticia! En nada se parece el pensamiento del Apóstol a lo
que tú imaginas». Ni con esa frase quiso dar a entender que fuese más
estulto que los demás, ya que lo que dijo fue: «Ministros de Cristo son
ellos y yo también», como quien tiene a honra hacer notar que en esto era
lo mismo que ellos; y todavía enmendó: «Y yo más», pues sabía que no sólo
era igual a los demás Apóstoles, sino que en algo les superaba. Para que
esta afirmación que él consideraba verdad no ofendiese por arrogante los
oídos, se cubrió con el pretexto de la sandez, diciendo: «Hablo como el
menos sabio», precisamente porque sabía que es privilegio de los estultos
decir la verdad sin causar ofensa.
Les dejo que discutan lo que San Pablo quiso verdaderamente decir al
escribir esto. En cuanto a mí, me atengo al parecer de nuestros grandes y
crasos teólogos, prestigiosísimos a ojos del vulgo, con los cuales, ¡por
Jove!, prefiere la mayoría de nuestros doctos engañarse, a estar en lo
cierto con los sabios trilingüistas. Pues ninguno de estos helenistillas
hace más de lo que puede hacer una cotorra, sobre todo un insigne teólogo
cuyo nombre callo para que mis loros no lancen contra él el [133] epigrama
griego de «El asno tocando la lira(98)»; el cual ha explicado magistral y
teologalmente el pasaje en cuestión y, al llegar a la frase: «Hablo como
estulto porque lo soy más que nadie», hace capítulo aparte, y además, no
sin profunda dialéctica, añade un pedazo para interpretarla así.
Transcribo sus propias palabras, así en forma como en esencia: «Hablo a lo
estulto», o sea: «Si os parezco necio porque me comparo a los falsos
apóstoles, más os lo he de parecer cuando veáis que me considero superior
a ellos». Y poco después, como olvidándose de ello, pasa a otra cosa.



Capítulo LXIV
Pero ¿por qué escuetamente he de emplear sólo un ejemplo para
apoyarme? Es derecho común de los teólogos que todos pueden estirar como
una piel las Sagradas Escrituras. En San Pablo, algunos pasajes de las
Sagradas Escrituras ofrecen contradicciones que no existen en su lugar
original y, si hemos de dar crédito a San Jerónimo, que hablaba cinco
lenguas, cuando el Apóstol estuvo en Atenas vio por casualidad un ara
votiva y violentó la inscripción para convertirla en argumento en favor de
la fe cristiana; suprimió todo lo que le estorbaba y no conservó más que
las palabras finales, aunque también un tanto alteradas: «Al Dios
desconocido». A pesar de ello, la inscripción decía: «A los dioses de
Asia, de Europa y de África; a los dioses desconocidos y extranjeros.»
Siguiendo su ejemplo, a lo que me parece, los teólogos rebuscan en uno y
otro lado unos cuantos fragmentos y, si les hace falta, los mixtifican a
tenor [134] de la conveniencia, sin tener en cuenta que lo anterior o lo
que sigue guarde relación con el caso y a veces hasta lo contradice,
método de tan afortunada desvergüenza que muy a menudo lo copian los
jurisconsultos.
¿Y qué será lo que no les salga bien después de que aquel gran...
-casi se me escapa el nombre, pero le tengo temor al proverbio griego- dio
un significado a las palabras de San Lucas que se acomoda al pensamiento
de Cristo como el fuego al agua? Cuando un grave peligro amenaza, en tal
momento los buenos vasallos suelen más estrechamente unirse a su señor,
porque saben cuánto vale la unión para luchar. Por eso Cristo quiso que
los suyos no se acostumbraran a buscar auxilio, y les preguntó(99) si de
alguna cosa habían carecido desde que les había enviado a anunciar el
Evangelio, sin ayuda ninguna, sin calzado que defendiera sus pies de las
espinas y de las piedras y sin alforjas contra el hambre; y como ellos le
respondieron que nada les había faltado, dijo: «Pues ahora el que tenga un
zurrón, lo abandone y el que no lo tenga venda la túnica y compre una
espada.» Como quiera que la doctrina entera de Cristo no enseña otra cosa
que la dulzura, la indulgencia y el desprecio de la vida, ¿a quién puede
ocultarse el sentido de este pasaje? Quiere, para más desarmar a sus
enviados, que vayan exentos no sólo de zapatos y de alforjas, sino también
que se despojen de su túnica, a fin de que, desnudos y libres, emprendan
la predicación del Evangelio sin llevar sino su espada, espada no como
aquella con que se lucran ladrones y parricidas, sino la espiritual que
traspasa hasta el fondo del corazón y que de un solo tajo cercena todas
las pasiones para no dejar en ellos más que la piedad. Pues ved [135]
ahora de qué manera nuestro célebre teólogo retorció este texto: La espada
supone la defensa contra las persecuciones; la alforja, una buena cantidad
de víveres para el camino; es decir, cual si Cristo, al darse cuenta de
que había enviado a sus predicadores equipados poco suntuosamente, se
retractara de sus instrucciones. Como si olvidase cuanto les había dicho
de que alcanzarían el cielo sufriendo injurias, afrentas y suplicios;
prohibiéndoles que se revolviesen contra la adversidad; que fuesen dulces
y humildes, y no feroces; olvidando, repito, haberles señalado que debían
tomar ejemplo de los lirios y de los pajaritos, no quisiese ahora que
partiesen sin espada, que habían de vender la túnica para comprar, y
prefiriese que fuesen desnudos que desarmados. Y así como, bajo el nombre
de espada comprendía todos los procedimientos de rechazar la violencia, la
alforja resume todo aquello que concierne a las necesidades de la vida
humana. Luego quiere el intérprete del pensamiento divino enviar a los
Apóstoles a predicar al Crucificado armados de lanzas, ballestas, hondas y
bombardas; les carga de cajas, maletas y fardos, quizá para que no se
expongan a salir de la posada sin comer. No impresiona al teólogo que
acerca de esta espada que tanto recomienda comprar Jesucristo, había
mandado poco antes que estuviese en la vaina y nunca se ha oído que los
Apóstoles usasen espadas y escudos contra las violencias de los gentiles,
como sin duda hubieran hecho si Cristo hubiera tenido la intención que se
le atribuye.
Otro doctor que no quiero nombrar por respeto(100), a la frase de
Habacuc: «Las tiendas de [136] la tierra de Madián serán turbadas»,
convierte en la piel de San Bartolomé desollado.
No hace mucho asistí a una disertación teológica, como lo hago a
menudo, y uno preguntó en qué lugar de la Escritura se ordena castigar a
los herejes por el fuego en vez de convencerlos por la persuasión. Un
anciano grave, cuyo ceño declaraba francamente que era teólogo, respondió
con gran indignación que ese pasaje era del apóstol San Pablo, el cual
dijo: «Evita al hereje después de haber intentado repetidamente disuadirle
de su error.» Y como lo dijese reiteradamente y a grandes voces, muchos se
preguntaron qué le sucedía a aquel hombre, y acabó por explicar que hay
que apartar « de vita» al hereje. Unos se rieron, pero no faltaron quienes
encontraron el argumento completamente teológico, y algunos de los demás
protestaron con vehemencia. Entonces, un abogado tremendo y autor
irrefragable dijo: «Está escrito que 'no dejéis que viva el malvado'; y
como todo hereje es malvado, resulta...», etc. Maravillados se quedaron
todos los presentes del genio del hombre y aprobaron esta opinión. A nadie
se le ocurrió que la palabra «malvado» en esta ley se refiere a los
brujos, encantadores y hechiceros, a quienes los hebreos designaban con el
nombre de «mekaschephin», pues de otro modo, sería preciso también penar
con la muerte a la lascivia y a la ebriedad.



Capítulo LXV
Pero estoy persiguiendo tontamente casos tan innumerables, que no
cabrían en los volúmenes que escribieron Crisipo y Dídimo. Solamente voy a
hacer constar que ya que a estos divinos maestros se les toleró, a mí, que
soy una teóloga de pacotilla, también puede permitírseme igual derecho a
[137] no formular citas con entera exactitud. Vuelvo a San Pablo:
«Soportad con paciencia a los sandios», ha dicho hablando de sí mismo, y
añade luego: «Recibidme como a un ignorante», y «No hablo inspirado por
Dios, sino sumido en el desconocimiento». Y todavía agrega: «Por
Jesucristo somos estultos(101)». Ya habéis visto qué elogio de la
Estulticia y qué labios lo pronuncian. Además la recomienda como la cosa
más necesaria y útil: «El que de vosotros -dice- se crea sabio, vuélvase
estulto para encontrar la verdadera sabiduría(102)» Y San Lucas dice que
Jesús llamó necios a dos de los discípulos cuando los encontró en el
camino(103). Admirable es aún que San Pablo atribuya algo de estulticia al
mismo Dios, porque ha dicho: «Lo estulto de Dios es más sabio que los
hombres(104)», si bien Orígenes en su comentario dice que no hay analogía
entre el concepto humano y esta estulticia, pues es la misma a que se
refiere este otro texto: «La palabra de la Cruz estulta para los que se
condenan(105)».
Y, en fin, ¿para qué atormentarme en reunir tantos testimonios que
apoyen mis convicciones cuando en los Sagrados Salmos vemos que Cristo
dice claramente a su Padre: «¿Tú conoces mi ignorancia(106)?» Luego no es
disonante que le complazcan en extremo los necios, al modo que los
poderosos príncipes tienen por sospechosos y desagradables a los hombres
demasiado sensatos -como Julio César, que desconfió de Bruto y Casio, y
que, sin embargo, no tenía temor del beodo [138] Antonio; Nerón de Séneca
y Dionisio de Siracusa de Platón- y se deleiten, por el contrario, con los
espíritus sencillos y rústicos. Así Cristo detesta a los sabios que se
ufanan de su prudencia, y les condena, como atestigua San Pablo,
claramente: «Dios escoge precisamente lo que el mundo tiene por estulto»,
y «Dios ha querido salvar al mundo por medio de la Estulticia(107)», ya
que por la sabiduría no podría ser salvado. El mismo Dios abiertamente lo
declara por boca del Profeta: «Confundiré la sabiduría de los sabios y
condenaré la prudencia de los prudentes(108)», y cuando se gloria de haber
ocultado a los sabios el misterio de la salvación y haberlo revelado
francamente a los párvulos, esto es, a los estultos, y a los pobres de
espíritu; porque en griego la palabra «párvulo» significa lo contrario de
«sabio». A esto corresponde el que en todo el Evangelio Cristo ataque
insistentemente a los fariseos, a los escribas y a los doctores de la Ley,
en tanto que protege a la multitud de indoctos. ¿Qué, si no, significa:
«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos!»? Igual que si dijese: ¡Ay de
vosotros, sabios! Y se le ve deleitarse con los niños, mujeres y
pescadores, del mismo modo que entre todos los animales agradan más a
Cristo los que más se apartan de la astucia de la zorra. Por eso quiso
cabalgar en asno, cuando, si hubiese querido, hubiese podido hacerlo sin
peligro en el lomo de un león; por eso descendió el Espíritu Santo tomando
forma de paloma, y no de águila o milano; por eso las Sagradas Escrituras
hablan constantemente de ciervos, corzos y corderos, y, además, Jesús
llama ovejas a aquellos destinados [139] a la vida eterna, pues ningún
otro animal hay más simple que éste. Así lo prueba Aristóteles(109) cuando
dice: «alma de cordero», frase que se dice por modo de insulto contra los
estúpidos y torpes, fundándose en la estolidez de la grey; y, sin embargo,
Cristo se declara pastor de este rebaño; y ciertamente que el nombre de
«cordero» le agradaba, como que San Juan le anunció: «Éste es el cordero
de Dios», lo cual aparece después muchas veces en el Apocalipsis.
¿Qué proclama todo esto sino que todos los hombres son estultos,
incluso los piadosos? El mismo Cristo, que aun siendo «la sabiduría de su
Padre», socorrió a la estulticia de los mortales, tuvo en cierto modo que
hacerse estulto cuando se revistió de carne mortal, de la misma manera que
se transformó en el pecado para redimir el pecado. Y quiso hacerlo por
medio de la locura de la Cruz y de Apóstoles simples a quienes insiste en
recomendar la sandez, apartando la sabiduría, y les da como ejemplo los
niños, los lirios, el grano de mostaza y los pajarillos, seres sencillos,
sin inteligencia, que viven según el instinto, exentos de preocupación y
cuidado.
Además les prohíbe que se preocupen de lo que vayan a responder
delante de los tribunales y les veda que aprovechen las ocasiones y las
circunstancias, es decir, que no se fíen de su prudencia, sino que
descansen en él enteramente. Por la misma razón, Dios, eximio arquitecto
del orbe, ordenó que no se degustase del árbol de la ciencia, como si ésta
fuese el veneno de la dicha. San Pablo abiertamente la reprueba como
vanidad y perdición; San Bernardo sigue esta opinión y pretende [140] que
el lugar donde puso sus reales Lucifer se llame montaña de la sabiduría.
Quizá no parezca tampoco argumento para pasarlo por alto el de que la
estulticia goce de los favores del cielo, ya que suele conceder a ésta el
perdón de sus faltas, que al sabio niega rotundamente; y de aquí viene que
los que han pecado con conocimiento busquen protección y pretexto en la
estulticia. Si mal no recuerdo, Aarón, en el libro de los Números, implora
el perdón para su hermana diciendo a Moisés: «Te suplico, Señor, que no
tomes en cuenta este pecado que hemos cometido estultamente.» Saúl se
excusa con David: «He obrado como estulto(110)», y el mismo David apacigua
así al Señor: «Te ruego, Señor, que no tomes en cuenta mi infamia, porque
obramos estultamente(111)», como si no pudiera alcanzar perdón sino
pretextando estolidez e ignorancia. Pero es más apremiante el que Cristo
en la Cruz misma al pedir por sus enemigos con estas palabras: «Padre,
perdónalos», sin ofrecer otra excusa que la ignorancia, añadió: «porque no
saben lo que hacen». De la misma manera escribe San Pablo a Timoteo: «Pero
la misericordia de Dios me ha acogido, porque he obrado ignorante dentro
de la incredulidad.» ¿Y qué es obrar como ignorante sino dejarse conducir
por la sandez más que por la maldad? ¿Y qué otra cosa significan las
palabras «la misericordia de Dios me ha acogido» sino que no la habría
alcanzado sin la sandez? Y viene también en nuestro favor un pasaje del
Salmista, que no me he acordado de citar en su oportuno lugar: «Señor, no
os acordéis de las altas de mi juventud ni de mis errores(112)». Ya veis
qué excusas [141] da: La juventud, de la que soy inseparable compañera, y
los errores, cuyo número denota una gran intensidad de estulticia.



Capítulo LXVI
Pero para no continuar en un tema inacabable y hablar concisamente,
diré que parece que toda la Religión cristiana tenga algún parentesco con
cierta especie de estulticia, y que, en cambio, no tiene la menor armonía
con la sabiduría. Si deseáis pruebas de ello, advertid que los niños, los
viejos, las mujeres y los necios gozan con las cosas de la religión mucho
más que los demás y que están siempre rondando los altares, guiados
solamente por un impulso natural. Además, veréis que aquellos primeros
fundadores de la Religión fueron gente de extrema simplicidad y enemigos
encarnizados de las letras. Por último, que no hay necios que disparaten
mas que aquellos a quienes arrebata por completo el ardor de la piedad
cristiana, pues llegan a malversar sus bienes, pasar por alto las
injurias, tolerar ser engañados, no distinguir entre amigos y enemigos,
aborrecer la voluptuosidad, complacerse en el hambre, la vigilia, las
lágrimas, los trabajos y las ofensas, aburrirse de la vida, desear
únicamente la muerte y, en suma, parecer ciegos para el sentido común,
como si tuvieran el alma errante y no dentro del cuerpo. ¿Qué otra cosa es
esto sino la locura? Por ello no parece cosa de admirarse que los
Apóstoles fuesen tomados por beodos y que San Pablo le pareciese loco al
juez Festo.
Pero ya que me vestí con la Diel del león, quiero continuar
mostrándoos que la felicidad de los cristianos, que buscan a costa de
tanto esfuerzo, no es sino una especie de locura y de estulticia, y no se
[142] vea animadversión en mis palabras, sino búsquese su sentido.
Primeramente, los cristianos convienen poco más menos con los
platónicos en que el alma está oculta y ligada por los vínculos corporales
y que esta grosería la impide contemplar y gozar las cosas verdaderas. Por
ello se define la filosofía como meditación de la muerte, porque, merced a
ella, la mente se separa de las cosas visibles y corpóreas, que es lo
mismo que hace la muerte. De este modo, en tanto cuanto el espíritu hace
uso discreto de los órganos del cuerpo, se le llama sensato, pero cuando,
rotos estos vínculos, trata de procurarse la libertad, como si proyectase
la fuga de la cárcel, se le califica de loco. Y si ello acontece por
enfermedad o deficiencia del organismo, no hay quien discrepe de que ello
es locura. Y, sin embargo, vemos a tal especie de hombres predecir las
cosas futuras, y saber lenguas y letras que hasta entonces nunca habían
aprendido, y presentar en sí algo que es absolutamente divino. No cabe
dudar de que ello procede de que la mente, al estar algo más libre del
contacto del cuerpo, empieza a poner por obra su facultad natural. La
misma causa, según creo, debe de tener el que a los moribundos les ocurra
algo parecido, como si dijesen ciertas cosas prodigiosas por inspiración.
Aunque esto ocurra también en el celo piadoso, acaso no es el mismo género
de sandez, pero sí tan parecido, que la mayor parte de los hombres lo
consideran vulgar locura, sobre todo en el caso de unos pocos hombrecillos
que viven en pugna con la vida mortal toda. Así suele ocurrirles lo propio
de la fábula de Platón, acerca de aquellos que vivían encadenados en el
fondo de una caverna contemplando las sombras de las cosas, y si uno de
ellos salía, a su regreso al antro aseguraba haber visto los objetos tales
como eran en sí, y entonces sus compañeros [143] suponían que se
equivocaba de medio a medio, ya que fuera de las vanas sombras no podían
creer que existiese nada más. El sabio les compadece y deplora su
estulticia que les hace víctimas de tan grosero error, pero ellos a su vez
se burlan de él como extravagante y le rehuyen. El común de los mortales
se siente especialmente atraído por las cosas totalmente materiales, y
cree que son las únicas que pueden existir; pero los devotos, por el
contrario, desprecian tanto más lo que mayor vínculo tiene con el cuerpo y
se dan por entero a la contemplación de las cosas invisibles. Aquéllos
colocan en primer lugar las riquezas, en el segundo las satisfacciones de
los sentidos y relegan el espíritu al último puesto, y aun hay muchos que
niegan su existencia por ser invisible. Los devotos viven sólo para Dios,
el ser más sencillo entre todos, y después para el alma, que es lo que más
se le acerca; desdeñan los cuidados corporales, repugnan el dinero como
inmundo, lo rehuyen, y si se ven obligados a manejarlo, lo hacen con
disgusto y asco, y lo tienen como si no lo tuvieran, y lo poseen como si
no lo poseyeran.
Existe profunda diferencia entre éstos en todas las cosas. Las
facultades humanas tienen todas relación con el cuerpo, y, sin embargo,
hay algunas más groseras, como el tacto, el oído, la vista, el olfato y el
gusto. Otras, como la memoria, el entendimiento y la voluntad, parecen más
independientes de la materia. En aquellas a las que el alma tienda será
donde adquiera mayor fuerza. Los devotos, al dirigir toda la fuerza del
espíritu a las cosas más extrañas a los sentidos, terminan por quedarse
como entorpecidos y atónitos, en tanto que el vulgo, usando sólo de éstas,
prevalece en ellos y no sirve para las otras. Ésta es la causa de que
algunos santos varones bebiesen aceite creyéndolo vino. [144]
Además, entre las pasiones hay algunas que tienen más palpable
afinidad con el cuerpo, como la lujuria, la gula, la pereza, la ira, la
soberbia y la envidia, a las que los devotos hacen implacable guerra, en
tanto que el vulgo no sabe vivir sin ellas. Hay también movimientos del
espíritu comunes y naturales, como el amor a la patria, el cariño a los
hijos, a los padres, a los amigos, a los que el vulgo concede cierta
importancia, pero los devotos se esfuerzan por desarraigarlos de su
corazón o más bien por elevarles a la región más alta del espíritu, y así,
cuando aman al padre, no lo aman como padre que sólo les dio su parte
física, y aun esto se lo deben a Dios, sino como varón justo, en el que
ven brillar una imagen de la divina mente que llaman Sumo Bien, fuera del
cual nada hay para ellos digno de ser amado o anhelado. Este mismo
criterio aplican a todos los sentimientos en la vida, de suerte que si no
desprecian absolutamente todo lo visible, lo postergan a lo invisible.
Establecen en los Sacramentos y aun de los deberes de piedad un
aspecto espiritual y otro corporal. Así, en el ayuno, conceden poca
importancia a la abstinencia de carne y de cena, que es lo que el vulgo
considera absoluto ayuno, a no ser que al mismo tiempo repriman lo más
posible las pasiones refrenando cólera y orgullo, a fin de que el alma,
más aliviada de su carga corporal, pueda elevarse al goce y delicia de los
bienes celestiales. De manera semejante razonan respecto de la Misa y,
aunque no desdeñan la liturgia, no obstante, le conceden poco interés y la
consideran perjudicial si aparece como obstáculo para penetrar en lo
espiritual, que es lo representado con aquellos signos visibles. Se
representa allí la muerte de Cristo, la cual deben imitar los mortales
domando, extinguiendo, y sepultando, por decirlo así, sus pasiones [145]
para resucitar como Él a una nueva vida y unirse con Cristo y con todos
los hermanos. Así piensa y se conduce el creyente.
En contra, el vulgo cree que el sacrificio de la Misa consiste sólo
en plantarse ante el altar lo más próximo posible al sacerdote, escuchar a
los que cantan y contemplar las ceremonias. No sólo en los ejemplos
dichos, sino en todas las demás ocasiones de la vida, el devoto evita todo
lo concerniente al cuerpo para elevarse hacia lo eterno, lo espiritual y
lo invisible. Por lo cual, como tan enorme diferencia separa a unos y
otros, se tachan de locos mutuamente. Esta palabra, a mi ver, mejor encaja
en los devotos que en el vulgo.



Capítulo LXVII
Ello se verá más claro si, según os lo he prometido, demuestro
brevemente que esa suprema felicidad a que aspiran los creyentes no es
sino una especie de locura.
Observad que Platón vislumbró algo de esto cuando escribió que el
delirio de los amantes era el más feliz de todos(113). En efecto, el que
ama ardientemente no vive en sí, sino en el objeto amado, y cuanto más se
aparta de su propio ser para acercarse a ese objeto, su gozo crece más y
más. Cuando el espíritu procura separarse del cuerpo de modo que ya no usa
apropiadamente de sus órganos, evidentemente es que se produce el delirio.
¿Qué otro sentido tienen si no las expresiones vulgares de «está fuera de
sí», «vuelve en ti» y «ya ha vuelto en sí»?. Ahora bien: cuanto más
intenso es el amor, más profundo y feliz es el delirio que [146] produce.
Por tanto, ¿qué puede ser esa vida celestial a la que las almas tan
fervientemente aspiran?
El espíritu, como más fuerte y poderoso, absorberá al cuerpo más
fácilmente cuanto que éste ha sido ya preparado para tal transformación
por el ayuno y la penitencia. A su vez el espíritu será después absorbido
por la esencia divina, que es más potente por mil motivos, y así, cuando
el hombre esté por completo fuera de sí mismo, podrá alcanzar la
felicidad, porque estará despojado de su materialidad y vivirá de modo
inefable en el Sumo Bien, que atrae hacia sí a todas las cosas.
Es verdad que la dicha no puede ser perfecta hasta que el alma haya
recuperado su antiguo cuerpo y le dé la inmortalidad, pero como la vida
devota no es más que una meditación de esta existencia y como una sombra
de ella, son algunas veces recompensados como con una especie de goce y
aroma de ella.
Aunque es solamente una gota en comparación con la fuente de la
divina felicidad, vale más que todas las delicias humanas juntas. ¡Tanto
aventajan los deleites espirituales a los corporales y los invisibles a
los visibles! El profeta anunció así a los elegidos que: «No ha visto el
ojo, ni oído el oído, ni sentido el corazón jamás lo que Dios guarda para
los que le aman(114). Y esto es una parte de la necedad, a la que no
destruye la muerte, sino que la perfecciona al pasar a mejor vida. Los
pocos a quienes les es dado gustar estos placeres experimentan algo muy
parecido a la locura; dicen cosas poco coherentes y diversas de la
costumbre humana; hablan sin sentido y cambian súbitamente de cara; tan
pronto están alegres como tristes; lloran, ríen o sollozan; y, en fin,
están verdaderamente fuera de sí mismos. Luego, cuando recobran [147] el
conocimiento, no saben si estuvieron dentro del cuerpo o no, ni si están
dormidos o despiertos; ni recuerdan más que como a través de un sueño lo
que han oído, visto, dicho y hecho; de lo único que están seguros es de
que han sido profundamente dichosos durante su éxtasis, por lo cual
lamentan el haber recobrado la razón, tanto que nada desean más que gozar
sin interrupción de su especial locura. Tal es una ligera degustacioncilla
de la futura felicidad.



Capítulo LXVIII
Pero noto que me he olvidado de que estoy traspasando los límites
convenientes. Si alguien considera que he hablado con demasiada pedantería
o locuacidad, pensad que lo he hecho no sólo como Estulticia, sino como
mujer. Recordad, además, el proverbio griego que dice: «Los locos a veces
dicen la verdad», a menos que penséis que este refrán no reza con las
mujeres.
Veo que estáis aguardando el epílogo; pero os erráis si imagináis que
me acuerdo de una sola palabra de todo este fárrago que acabo de soltar...
Vaya este adagio antiguo: «No me gusta el convidado que tiene buena
memoria.» Y yo invento éste: «Detesto al oyente que se acuerda de todo.»
Por todo ello, ¡salud, celebérrimos devotos de la Sandez, aplaudid, vivid
y bebed!







Notas


1. En este punto, conviene repetir las reiteradas salvedades que ha
inspirado a los traductores españoles la versión del título original.
Bonilla y San Martín indicó a tal respecto: «Debe traducirse ' Stultitia'
por 'Estulticia' y no por 'Locura'. Si Erasmo hubiese querido expresar
esto último, habría escrito ' Insania', en vez de 'Estulticia'.» Lebrija
había traducido «Stultitia» por «aquella bobería y poco saber». El hecho
de que hayamos optado por seguir el parecer de Bonilla no significa que
hagamos cuestión de gabinete de la defensa del mismo y que repudiemos
otras traducciones aceptables. El lector advertirá en el curso de nuestro
trabajo que, en cuanto ello ha sido posible, hemos traducido cada vocablo
latino por el castellano más próximo y semejante; nuestra interpretación
del encabezamiento no es sino otra manifestación de este criterio.




2. Acerca del oráculo de Trofonio en Lebadea, en el cual el devoto
recibía los mensajes del más allá durante su inmersión en una corriente
que recorría rápidamente un antro subterráneo, dice Pausanias que de él se
salía «helado de miedo, sin conciencia de lo que os pasa ni de quienes os
rodean» (IX, 39) Bouché-Leclerq, Histoire de la divination, t. III, págs.
323-327, afirma que, como vemos en Erasmo, eran proverbiales la melancolía
y la conmoción nerviosa de quienes habían visitado al oráculo.




3. Mwroso/fouj en el original, palabra creada por Luciano, Alex, 40,
para designar a los sabios que desbarran.




4. Conocida es la comedia que escribió Aristófanes con este título,
donde se caricaturiza a Pluto, dios de la riqueza, y se analiza su
supuesta injusticia en el reparto de bienes.




5. Ovidio, en Metamorf., VI, 333-4, habla de la flotante y errabunda
isla de Delos, asilo de Latona, amante de Júpiter: Erratica Delos -orantem
accepit tum cum levis insula nabat.




6. Expresión homérica. Cfr. Odisea, IX, 109




7. Plinio, en Hist. Nat., II, 5.




8. Locución tomada del Apocalipsis, 1, 8: Ego sum Alpha et Omega,
principium et finis, etc.




9. Este poeta latino da comienzo a su De rerum natura con la
invocación de Venus, a la que considera origen de todo bien.




10. Lo insensato para el mundo es sensato para la Estulticia.




11. En el Ayax, v. 554.




12. Expresión virgiliana. Cfr. Eneida, VI, 715: Lethaei ad fluminis
undam... securos latices et longa oblivia potant.




13. Cfr. Mercator, II, 2, 33.




14. Cfr. II, I, 249; III, 152.




15. Expresión homérica. Cfr. Odisea, XVII, 218.




16. Dafne fue metamorfoseada en árbol, según refiere Ovidio, en el
1. I, 452-567 de la Metamorf.; Ceyx, en ave, según el 1. XI, 410-742;
Titón, en cigarra, en III, 98 y Cadmo, en serpiente, en IV, 571-603.




17. Expresión horaciana. Cfr. Epist., 1, 4, 15.




18. Hoc ouder, hoc botter Hollander (Cuanto más viejo es el
holandés, más tonto).




19. El córdax era una danza lasciva y descompuesta; la gymnopaidía
era de origen espartano. Las atelanas eran unas groseras farsas que se
representaban en los albores del teatro romano.




20. Las imágenes de este dios, vinculado con el Horus egipcio, le
representaban frecuentemente con ademán de recomendar silencio.




21. No sabemos que Platón pasase en sus censuras contra el género
femenino más allá de afirmar, como lo hace en el libro V de la República,
que son diversas las aptitudes de los sexos y por lo general se advierte
cierta inferioridad de la mujer respecto del hombre.




22. En su traducción de Horacio, don Lorenzo Riber anota la oda IV
del libro I indicando: «En los banquetes el simposiarca o el maestro y rey
de la mesa era designado por la suerte. Era él quien señalaba el número de
copas que cada uno había de beber; designaba a los que habían de cantar y
dirigía las conversaciones.»




23. Se trata de las famosas serpientes del templo de Esculapio en
Epidauro, a las que menciona Aristófanes en el Pluto, v. 690 y 733. Todo
el espíritu de estos párrafos de Erasmo, la alusión que acabamos de
comentar y otras muchas expresiones proceden de la tercera sátira del
libro primero de Horacio.




24. Símbolo por antonomasia de agudeza de visión. En Ovidio,
Metamorf., I, 625: Centum luminibus cinctum caput Argus habebat; inde suis
vicibus capiebant bina quietem.




25. Putiditas, en el original, palabra al parecer inventada por
Erasmo, ya que no consta en otra parte. Nuestra versión es, por ende, pura
conjetura.




26. Locución proverbial.




27. En Virgilio, Eneida, VIII, 2.




28. Cfr. Platón, Apología, Georgias y Fedón, y Jenofonte, Memorias.




29. El original dice miratur, por lo cual los traductores han solido
verter «se asombraba», pero lo que hizo Sócrates, según Aristófanes,
Nubes, v. 157, fue investigar y estudiar ( rimatur) este sonido. Trátase,
pues, indudablemente de un error perpetuado por la posteridad.




30. No consta este incidente en biografía alguna del célebre orador
y sí en diversos lugares su elocuente facilidad.




31. República, V.




32. El emperador Cómodo (180-192), hijo de Marco Aurelio.




33. Personaje de Luciano, ejemplo de misantropía inmortalizado por
Molière en su comedia de este nombre.




34. Estos calificativos inusitados pertenecen a la Tebaida de
Estacio, IV, 340.




35. En Horacio, Epístola a los Pisones, v. 392 y sigs.: «El sagrado
Orfeo, oráculo de los dioses, apartó de la vida y de las costumbres
sanguinarias a los hombres salvajes. Así dijeron que amansaba tigres y
leones corajudos. Y así se dijo del fundador de la Acrópolis de Tebas,
Anfión, que movía las piedras al son de su laúd.» (Traducción de don
Lorenzo Riber.)




36. Ilíada, XVII, 32




37. Virgilio, Eneida, I, 471.




38. Uno de los argonautas, cuya clara vista se exageró
proverbialmente, quizá por haberla emparentado con la del lince.




39. La fábula mitológica suponía que había hecho al hombre de barro.





40. Pluto, v. 266-7




41. En el Fedro.




42. Efectivamente dai/monej (de donde procede el castellano
demonios) tiene dos significados: "divinidades" (sobre todo en Homero,
posteriormente expresa un tipo de divinidad inferior) y "sabios" (que
también puede puede adoptar la forma dah/monej). Erasmo considera que el
primer significado procede del segundo, etimología propuesta por Platón en
Crátilo 398b. El texto original presenta el incorrecto damh/noaj. Lo
corregimos y mantenemos la forma en acusativo plural (N. del E.).




43. Homero, Ilíada, XI, 514.




44. La traducción exacta del scrinium original sería «escriño», o
caja cilíndrica destinada a guardar papeles. En alguna versión española
está traducido por tintero.




45. Tema desarrollado en un diálogo de Luciano.




46. En el Banquete.




47. Baquis, v. 369.




48. En el Reso, comedia seudoeuripídea, v. 394.




49. Alusión a la fábula de un sátiro, acogido en casa de un
labrador, y que vio asombrado como éste se soplaba las puntas de los dedos
porque hacía frío y soplaba luego la sopa, porque estaba caliente.




50. Los estoicos, llamados así por Platón, en el Tecteto.




51. En el Banquete.




52. Odas, III, 4, 5.




53. En el Fedro.




54. Eneida, VI, 133-135: Quod si tantus amor menti, si tanta cupido
est -bis Stygios innare lacus, bis nigra videre -Tartara et insano juvat
indulgere labori.




55. Epíst., II, 13, 2. El mal a que se refiere es la instauración
del triunvirato.




56. Horacio, Epíst., II, 2, 133 y 138.




57. Propercio, II, 10, 6.




58. El demonio se jactaba ante San Bernardo de conocer siete
versículos de los Salmos que tenían la virtud de asegurar la salvación
eterna si se les recitaba diariamente. Como no quisiese indicar al santo
cuáles eran, éste le manifestó que a partir de entonces leería a diario
todo el salterio.




59. Práfrasis de Virgilio, en Eneida, VI, 625-7.




60. Epíst., XVII, 5.




61. Alusión a Tomás Moro.




62. En la República, 1, VII.




63. Expresión proverbial.




64. Es interesante comparar con este testimonio de aversión al mar,
aquello de nuestra Epístola moral a Fabio.
«Piensas acaso tú que fue criado
el varón para el rayo de la guerra
para surcar el piélago salado?»

Y también con la frase de Gracián, en el Criticón, «Una nave no es
otro que un ataúd anticipado.» La Vida de Estebanillo González (Clásicos
Castellanos, II, pág. 242), dice a propósito de lo mismo: «Acabé de
confirmar por insensatos a los hombres que pueden caminar por tierra... y
se ponen la inclemencia de los vientos, al rigor de las ondas, a la
fiereza de los piratas, y finalmente ponen sus vidas en la confianza de
una débil tabla.»




65. Este epigrama de Páladas, que está en su Antología, IX, 173,
parodia el comienzo de la Ilíada y dice en su primer verso: ¹Arxh\
grammatikh=j penta/stixo/j e)sti kata/ra.




66. Erasmo usa la palabra frontioth/risij, empleada humorísticamente
por Aristófanes en Las nubes, v. 94, para caracterizar a la escuela de
Sócrates. Nada más prudente que verterla por «pensadero», como indicó don
Federico Baráibar en la traducción de este autor griego, y alejarse de las
fantasías a que ha solido dar lugar la versión de este vocablo.




67. Famoso humanista e impresor italiano relacionado con Erasmo.




68. Frase tomada de la Ilíada, XI, 654.




69. En el templo de Júpiter, en este lugar del Epiro, había varios
cuencos de bronce dispuestos de modo que al golpear uno de ellos sonaban
todos sucesivamente.




70. Epíst. a los hebreos, XI, 1.




71. Los escotistas lo explicaban diciendo que basta con la autoridad
y la facultad de discernir, que son compatibles con la ignorancia.




72. Ev. Juan, IV, 24. Epíst. a Timoteo, II, 2, 23; I, 6, 20; II, 2,
16; I, 1, 4; I, 6, 4, y Epíst. a Tito, III, 9.




73. De Crisipo de Cilicia el más sutil e ingenioso de los estoicos.




74. Cuestiones debatidas antaño en Oxford, cuya sustancia no se
acaba de ver clara hoy. La primera frase es, sin duda, una parodia de la
trascendencia que se daba al orden de las palabras en determinadas frases.
La segunda ha sido diversamente interpretada y traducida y nuestra
versión, muy meditada, no es sino otra hipótesis. Rodríguez Bachiller
traduce el original Ollae fervere et ollam fervere por «La marmita hierve»
y «hierve la marmita».




75. A los siete cielos tradicionales añadieron otros tres, de los
cuales el décimo, o Empíreo, se destinaba a los bienaventurados.




76. La palabra «monje» deriva de monaxo/j, que significa solitario.
Conviene tener en cuenta en este y en los capítulos siguientes, henchidos
de envenenado apasionamiento y por ello fundamentalmente injustos y
erróneos, el rencor que producía a Erasmo su nacimiento ilegítimo y el
recuerdo de los amargos años juveniles pasados, contra su voluntad, en el
monasterio de Steyn.




77. Basílides, contemporáneo del emperador Adriano, enseñaba que
existían 365 cielos, figurados por la palabra mágica «Abraxas», el valor
de cada una de cuyas letras, al sumarse según la numeración griega, daba
aquella cantidad. Así:
A, 1; B, 2; P, 100; A, 1; C ' 60: A, 1: S ´ 200.




78. Sat., II, 7, 21.




79. Horacio, Sat., I, 8.




80. Virgilio, Buc., III, 19.




81. El Speculum historiale es una recopilación compuesta por el
dominico Vicente de Beauvais ( 1264). Las Gesta romanorum parecen haberse
escrito en Inglaterra a finales del siglo XIII y principios del siglo
siguiente.




82. Conocido verso inicial de la Epístola a los Pisones, donde se
reprende, entre otros defectos, la disparidad de los elementos que entren
en una obra literaria.




83. Dice Horacio en la segunda epístola del libro primero de la que
forma parte el v. 28 aludido: «Holgazanes como los pretendientes de
Penélope, o la corte juvenil de Alcinoo, cuidadosa de pulirse el cutis más
de lo que sería razón.»




84. Juego de palabras entre e)pi/skopoj y a)laoskopi/h vocablo
homérico (Ilíada, X, 515; XIII, 10 etc.), que significa "vigilancia vana".





85. Epíst. a los romanos, XVI, 18.




86. Alusión a las representaciones infernales de las hopas y corozas
de los condenados a muerte.




87. Ev. Mat., XIX, 27.




88. Generalización malévola de la necesidad de acudir a la guerra en
que se vio el Papa Julio II (1503-1513), para defender los Estados de la
Iglesia, aliado con las armas españolas del Gran Capitán, en contra del
expansionismo francés en Italia.




89. La lechuza era símbolo de sabiduría.




90. Sigue en el original el proverbio Equum habet Sejanum et aurum
Tolosanum, que no sabemos traducir.




91. Así se califica a sí mismo Horacio en Epíst., I, 4, 16.




92. Odas, IV, 12, 27-8.




93. Epíst., II, 2, 126.




94. Epíst. a Fam, IX, 22, 4.




95. Ev. Mat., XIX, 17.




96. Retórica, 1, 6.




97. Esta sentencia está en el Eclesiastés, XX, 33, y no en el XLIV,
como dice Erasmo.




98. Se refiere a Nicolás de Lira ( 1310), anotador de las Sagradas
Escrituras.




99. Ev. Luc, XXII, 35 y 36.




100. Parece que se trate del agustino Jordanes de Sajonia ( 1380).
La confusión padecida en la frase viene de que la palabra pellis equivale
a tienda de campaña de cierto tipo y a la piel humana.




101. Epíst. a los corintios, II, 11, 19; 16, 17, y I, 4, 10.




102. Ibíd, III, 18.




103. Ev. Luc., XXIV, 26.




104. Epíst. a los corintios, I, 1, 25.




105. Ibíd., I, 1, 18.




106. LXVIII, 6.




107. Epíst. a los corintios, I, 27 y 21.




108. Isaías, según la cita de San Pablo, en Epíst. a los corintios.
I, 1, 19.




109. Hist. Anim., IX, 4




110. Reyes, I, 26, 21.




111. Ibíd., II, 24, 10.




112. XXIV, 7.




113. En el Fedro.




114. Epíst. a los corintios, I, 2, 9, citando a Isaías.